El
violín y el oboe
"El
violín no es el oboe; uno es pasión
y
el otro es sabiduría."
(Yves
Bonnefoy)
Había una
vez un oboe que descansaba en solitario bajo la sombra de un gran
árbol cuando, de pronto, oyó los gritos de un loco violinista que
bailaba sobre un tejado. Sin duda, aquel hombre tocaba con tanta
alegría que el sonido de su violín llenaba el valle de
transparencias mágicas. Pobre y feliz, saltaba por encima de los
agujeros del techo de su casa mientras su música sobrevolaba los
montes hacia otros mundos invisibles desde las cúpulas del viento.
El oboe se
quedó tan fascinado que, desde entonces, no podía olvidar al
violín, ¡qué suerte vivir así!, ¡con la energía de un gran
soñador! Él, por su parte, vivía cómodamente en un lujoso
apartamento de Viena. Todos los días, su dueño lo trataba con mimo
y respeto, y en verdad que no tenía ningún motivo para quejarse de
nada, todo lo contrario. Al regresar del trabajo, antes de cenar, el
hombre se aislaba del ruido de la calle en el gran salón de su casa
y tocaba el oboe con fuerte personalidad, intimidad y afecto,
arropándolo en silencio. Pero su ritmo era muy diferente al de aquel
poema cifrado que el oboe había escuchado en el violín, un enigma
hundido en su centro inconsciente, sumergido en un mar de cadencias
que escapaba a toda lógica.
El oboe
estuvo entretenido en estos y en otros pensamientos difusos durante
muchos días… hasta que, finalmente, pensó que… en efecto, todo
estaba bien, que los dos eran notas de la vida, eran signos de dos
presencias en el mundo, violín y oboe, oboe y violín... Y se
tranquilizó. Aunque él siguió soñando cada anochecer con aquella
cima de su horizonte (¿dónde?, ¿pero dónde estaría el violín?).
Hasta que un
día de primavera se conocieron. Ambos músicos tocaban al aire
libre, cada uno por su lado, cuando se levantó un viento cálido que
desplazó el sonido y las notas chocaron. Entonces, el oboe escuchó
atento. El violín -al igual que él- sólo iba en busca de sí.
¿Serían capaces de seguirse en ese vuelo? Era difícil. Aún así,
él quería iniciar un diálogo de palabras intraducibles… pero no
sabía cómo. Comprendió que el habla espontánea, incontrolada e
irreflexiva de las cuerdas de aquel violín no siempre se adaptaría
al espíritu de otro instrumento. Eso le inquietó y se lo dejó
notar al violín en la distancia. La respuesta del violín no tardó
mucho en llegar: "No hay nada de razonable en mi melodía de
loco colibrí, lo sé, pero no puedo evitarlo".
El violín
también le dijo al oboe que no podía privarle de la libertad
necesaria para respirar, porque sería él, con su voz grave, quien
establecería un poso de sosiego en el ensemble
musical. En realidad, el violín se sentía un poco solo en tan altas
llanuras y quería intentar un descenso, así que le prometió que
haría todo lo posible por respetar su espacio. El agitar de sus alas
entre las flores también dejaría escuchar el discurrir de las
gargantas entre reflejos y sombras. El oboe reflexionó durante unos
días y pensó que no debía contradecir las asonancias o las rimas
de aquel colibrí si realmente deseaba disfrutar de una sinfonía à
deux.
Tenía que decidirse y asumió sin remedio que él sería su propio
consejero. Y sí, quiso intentarlo. Porque el sonido del oboe, tan
viejo como el mundo, le recordó cómo se construye la belleza y la
armonía.
Y, desde ese
momento, el violín y el oboe hicieron sonar una música en todas las
direcciones que se extendió hasta el infinito y que no se detendrá
mientras existan dos seres a la espera de encontrarse.
Todo es
extraordinariamente diferente en el juego del universo y ésa es la
riqueza de cualquier Babel que queramos conquistar. Tal es la
moraleja de este cuento.
Teresa Iturriaga Osa
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