INFANCIA
ETERNA
Teresa Iturriaga Osa
Cuando
me traicionan las palabras,
y los pensamientos y las miradas
se
hunden en la nada...
Entonces, hermano,
tú me sales
al paso,
clareas mi espejo y vuelvo a verme
en el mar, de
niña,
recogiendo lapas y caracolas.
No sabía yo que a mi
lado
el mundo lloraba...
Ausente de lágrimas,
más
allá de las sombras,
tu imagen me protege,
me acompaña,
me
llena de presencia.
Niña soy.
Niños somos.
Nadie
que haya conocido el mar desde dentro, a pie de roca, lo podrá
olvidar.
Se le quedará para siempre en el alma un sabor a días
sin fin, donde el horario del hambre desaparece al mirar las rocas y
escudriñar los agujeros donde habitan las jacas. Los niños no lo
saben, y por eso son niños, pero es una forma de vivir el instante y
así escaparse de la dictadura del tiempo. En esos momentos, si se
come, bien, y si no se come, también. Hay que prestar atención a la
cueva, que por ahí ya sale... la antena... una pata... vamos, ni te
muevas... ya es mío.
Yo nací en Palma de Mallorca. Viví
toda mi infancia allí: catorce años. Recuerdo Cala Gamba... era
precioso. El agua del Mediterráneo, casi un cristal de cuarzo, no
parecía real, más bien parecía burlarse de nosotros, niños
entonces, al mostrarnos en el espejo cómo la vida se desenvolvía
sola en un arrecife del mar. La veo ahora y me
emociono, me acuerdo de aquella imagen, me acuerdo.
¿Dónde estás? ¿Y los niños? ¿Y mis hermanos? ¿Y mi padre? ¿Y mi madre? Ya. Sé
que no pueden volver aquellos tiempos, lo sé. Hay que aceptarlo.
Pero, bueno, la escritura es así, nunca se sabe a dónde te puede
llevar, te caza por sorpresa, te zarandea el corazón y te deja sin
defensas por un rato.
No pensé yo que al empezar a escribir
estas líneas, de repente, me invadiera el pasado y fuera a acordarme
tan bien de todo, llegando a ver tan nítida aquella cala...
Tenía
un pequeño vivero de centollos y langostas donde entrábamos con mi
padre a visitar al dueño. Es curioso que mi padre nunca nos gritaba
ni empleaba con nosotros los castigos y las amenazas, pero nosotros
entrábamos allí calladitos, sin que él nos dijera nada, como si se
tratara de un santuario en una gruta secreta llena de misterio. El
olor a marisco era genial. Pues bien, mientras charlaban, aquel hombre del vivero nos
dejaba coger las langostas con un palo largo que terminaba en una red
circular. Mi hermano Juan y yo nos sentíamos como dos locos encima
de un frágil puentecillo de madera donde permanecíamos horas
alucinados... De asombro en asombro, estuvimos a
punto de caernos más de una vez y vernos las caras con aquellos
crustáceos acorazados con garfios.
Cala Gamba
tenía una plataforma costera donde nos
comíamos los erizos crudos con un chorrito de limón. Allí
abundaban los caracolillos, había lapas, cangrejos, pulpos,
quisquillas, peces de colores que se escondían como un relámpago. A
las jacas, mi tío Iñaki me enseñó a atraparlas con las manos,
pulgar e índice abiertos en forma de pinza grande, siempre
desprevenidas y por detrás.
Por eso creo que aún soy una
niña capaz de esperar la marea.
Cualquier marea.
Eso es
importante.
Eso no se aprende en la escuela.
Eso te lo enseña
un tío, un hermano, un primo, un amigo, un parasiempre.