jueves, 30 de julio de 2020


OJOS DE MUJER GACELA

Teresa Iturriaga Osa























Sarah murió de tuberculosis a los treinta y siete años. Por consejo médico, había viajado a Madeira a curarse de la tos persistente que le aquejaba desde niña, pero en lugar de mejorar, fue debilitándose hasta que morir un 15 de agosto de 1880. Cada vez más enferma en un sanatorio lejos de su hogar, sin el calor de sus hijos. ¿Dónde estarían Victoria, Arthur y Stella? ¿Quién la habría acompañado en su triste agonía?

Desde su retiro atlántico, revivió los maravillosos días del pasado, el sueño enamorado de su apuesto oficial, todo aquello que hizo brincar su corazón antes del compromiso matrimonial. Aquel amor de laberinto era la puerta de entrada a la felicidad como antídoto contra el dolor. Una morada hecha de palabras y caricias. La juventud de la carne, el milagro. Danzaban y reían juntos. Cruzaban las dunas sus caravanas de oro, incienso y mirra... Ella habría querido que al morir la entregaran al mar como el comandante Forbes, pero no respetaron su deseo. Puede que por eso nunca se atrevieran a poner una losa de mármol fría sobre sus restos, para que el salitre le llegara al alma. Con la brisa, por las branquias de la tierra, el hinojo marino le daría de beber todo el oxígeno del océano. Porque ella siempre sería un espíritu libre, una nave orgullosa de su negrura, el Bonetta surcando las olas del más allá y gritando al cosmos su apellido materno adoptivo. Una buena visión de gacela de trescientos sesenta grados sobre una colina de arena. La tierra emergiendo de las aguas. Así quedaría su luz en mi memoria, como el mito yoruba de la creación del mundo.

(fragmento/ próxima edición)


Teresa Iturriaga Osa / Doctora en Traducción e Interpretación por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Reside en Canarias desde 1985. Dedicada a la gestión cultural, periodismo, sociología, radio, poesía, ensayo, relato, traducción. Directora de los proyectos interculturales Que suenen las olas (Canarias-Marruecos) y Alar de rosas (España-Honduras). Sus libros: Mi Playa de las Canteras, Juego astral, Revuelto de isleñas, Desvelos, Sobre el andén, Gata en tránsito, Campos Elíseos, En la ciudad sin puertas, DeLirium y El oro de Serendip (L’Or de Serendip edición francesa). Se incluye en varias antologías: Orillas Ajenas, Hilvanes, Fricciones, Ecos II, Doble o nada, París, Mujeres en la Historia I-II-III-IV, Casa de fieras, Pilpil y mojo, Sexo robótico y 2120. Próximamente: Arden las zarzas.


viernes, 24 de julio de 2020


OJOS DE MUJER GACELA

 Teresa Iturriaga Osa


     El día que conocí la existencia de los Yoruba fue una mañana de Navidad ante la tumba número 206 en el Cementerio Británico de Funchal, cerca de la Iglesia Anglicana de la Santísima Trinidad. Como todos los años, había organizado un viaje familiar fuera de España para escapar del ruido de los cascabeles. Y ese año fuimos a Madeira, a medio camino entre Europa y América, un paraíso en el Atlántico con una selva de flora macaronésica muy similar a la de las Islas Canarias. Después de visitar la iglesia de rua do Quebra Costas, antes de llegar a la fortaleza Do Pico, el guía turístico nos indicó la entrada al camposanto. Una vez dentro, llamó fuertemente mi atención la sencillez de una sepultura sin lápida con un cartel clavado sobre la tierra y rodeado de pedruscos en forma rectangular. La inscripción explicaba brevemente que allí reposaba Lady Sarah Bonetta Davies, nacida en Nigeria, ahijada de la reina Victoria de Inglaterra y enterrada en agosto de 1880. En su memoria, sin ninguna pompa ni ostentación de símbolos, una máscara ritual realzaba su origen africano sobre la grava. El lugar era delicioso, rebosante de plantas silvestres y un manto vegetal de líquenes, helechos y barrillas cubría las estatuas a su antojo. Era visitado por muchas personas que venían buscando información sobre sus antepasados protestantes cuyos restos habían encontrado en tan bello jardín un digno cobijo para la eternidad desde 1772. Años antes de su fundación, los muertos que en vida no habían profesado la fe católica no tenían un marco legal que les permitiera ser enterrados intramuros y eran arrojados al mar desde los acantilados de Garajau dejando los cadáveres en las rocas a merced de las olas y de los peces. Próximo a las piedras de un mausoleo, bajo la sombra de los árboles, yacía también el monarca africano George Pepple, fallecido en octubre de 1888, Rey de Bonny, uno de los principales puertos del comercio de esclavos de los portugueses desde el siglo XV y una de las mayores zonas productoras de aceite de palma, situada en el Delta del Níger.  

        Regresé a casa después de Nochevieja con una fuerte bronquitis que me mantuvo en cama con fiebre y alucinaciones durante días. Y en mi delirio no dejé de buscarla hasta hacerme uña y carne de gacela.
(cont.)

(próxima edición, Ed. La vocal de Lis, Barcelona)



Teresa Iturriaga Osa


Doctora en Traducción e Interpretación por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Reside en Canarias desde 1985. Dedicada a la gestión cultural, periodismo, sociología, radio, poesía, ensayo, relato, traducción. Directora de los proyectos interculturales Que suenen las olas (Canarias-Marruecos) y Alar de rosas (España-Honduras). Sus libros: Mi Playa de las Canteras, Juego astral, Revuelto de isleñas, Desvelos, Sobre el andén, Gata en tránsito, Campos Elíseos, En la ciudad sin puertas, DeLirium, El oro de Serendip (L’Or de Serendip edición francesa), Arden las zarzas, Palabra de Gourmet. Se incluye en varias antologías: Orillas Ajenas, Hilvanes, Fricciones, Ecos II, Doble o nada, París, Mujeres en la Historia I-II-III, Casa de fieras, Pilpil y mojo, Sexo robótico 2120. 


miércoles, 15 de julio de 2020


EL ALGODÓN SÍ ENGAÑA
Teresa Iturriaga Osa

Foto/ escritoras Teresa Iturriaga y Elisa Rueda

        Aquella mañana de agosto Eva se despertó de mal humor y en menos de dos segundos se puso a discutir con el verano. Eran días de calor asfixiante en La Laguna, cuando el fuego invadía la villa y asentaba su plomo sobre el asfalto con un tedio feroz, momentos en que la temperatura se hacía tan anormal que Eva no podía trabajar, ni comer, ni pensar... Ella contra ella en un incendio de furias. Contaba las horas para que llegara el otoño, la más amable y serena de las estaciones antes de que el cambio climático desbaratara todos los ciclos. Un olor a guayabos maduros iluminaba el aura de una ciudad tan añeja y a la vez tan joven... Arrugas muy bellas que permanecían en las calles que ella había pisado años antes con su amor agarrado a la cintura. Y, a veces, para descargar esa sensación de batalla que le abrumaba el cuerpo, se duchaba con agua fría y se paseaba por su casa en traje de Eva como en una playa. Acababa de mudarse a la calle Carrera y el piso era un caos de cajas, maletas y trastos, pero Eva tenía que ponerse las pilas para dejarlo en condiciones porque esa misma tarde tenía visita. Cándida, su compañera de oficina, la había llamado con la excusa de llevarle unos dulces artesanales, aunque, en realidad, lo que deseaba era fisgar su nueva vivienda. Si alguien merecía el premio a la más puntillosa y cotilla de las mujeres, esa era Cándida, sin ninguna duda. Se había ganado a pulso tal fama porque se sabía al dedillo la vida y milagros del personal. Tenía un modo sibilino y peculiar de entrar en lo privado con las tácticas que suelen seguir las mosquitas muertas. Avanzaba siempre con la desfachatez de su cara de inocencia. Eva, por el contrario, no se metía con nadie y tampoco le gustaba airear su intimidad. Cuando oía rumores sobre una persona, se alejaba del grupo conspirador y no alimentaba la maledicencia. Además, tenía la sabia costumbre de desconectar del trabajo al llegar a su casa que, para ella, era un templo de silencio, ocio y descanso. Un hogar. No una prisión absorbente donde perder el tiempo frotando a destajo con paño y Cristasol. Estaba convencida de que nunca sería una maniática del orden -eso no podía ser bueno para la salud-, sin embargo, Cándida era una mística de la limpieza y estaba segura de que iba a fijarse en mil detalles, realizando visualmente la prueba del algodón en cada uno de ellos, como aquel ridículo mayordomo del anuncio de Tann que se anunciaba en los noventa. Su atenta mirada haría un silencioso recorrido para grabar todas sus miserias. 
      Se lo tomó con mucha calma y, después de varias pasadas de fregona por el salón, fue a buscar el número de teléfono de un restaurante que servía pizzas a domicilio. Entonces, el navegador de google del móvil le marcó una entrada que decía: Cucina & Amore. Ella, curiosa, entró de cabeza en el enlace. Parecía una web de intercambio de recetas entre amantes de la cocina italiana. Un front-end elaborado con fotografías de platos de pasta, salsas, postres... Todo un paseo gastronómico por las delicias de la Toscana. Y, de repente, se quedó blanca, como si hubiera visto una aparición. No podía creérselo, pero entre los vídeos de recetas estaba la mismísima doña Cándida perfecta, mostrando al mundo una pizza que había nombrado “pizza picante”. Le dio al click. Todo parecía normal hasta que la vio desnuda elaborando la masa, medio cubierta por un delantal, trabajando sus atributos de interacción con un desparpajo increíble. Se trataba de un portal de citas online al más puro estilo mediterráneo. Interfaz persona-ordenador que desplegaba su potencial real. Eva soltó una enorme carcajada ante tan colosal descubrimiento. El desliz virtual de Cándida le serviría para relajarse ante su visita. Ahora sí que le daba todo igual, hasta los flecos deshilachados de las cortinas. Estaba muy por encima de las falsas apariencias y de las valoraciones de su compañera rastreadora de errores. Señora de sus virtudes y de sus vicios, se sentía libre de ser ella misma, riéndose del qué dirán. Qué tranquilidad... sin escudos... nada de estrés... como si no fregaba los vasos y los platos del desayuno... Vamos, que no iba a preocuparse en lo más mínimo. Todo aquel mundo de contactos digitales le resultaba muy divertido. 
        Y sonó el timbre. Y llegó Cándida. Y… ¿cómo no?... nada más entrar por la puerta, un latigazo de miradas resonó en el aire tras la bienvenida. Eva sabía que la cocina sería uno de los primeros espacios inspeccionados, por eso, después de pasarla al salón, la dirigió distraídamente hacia allí con su bandeja de pasteles. Dos delantales colgados junto a la puerta y una nota pegada a la nevera fueron suficientes para ahogar cualquier intento de crítica mordaz por parte de Cándida hacia el desorden que cubría la encimera. En el cuaderno podía leerse: “Ver pizza picante en Cucina & Amore”. El azar guiñaba a la vida con increíble naturalidad.

***

Relato de la antología "Sexo robótico", M.A.R. Editor, Madrid, 2020.


miércoles, 8 de julio de 2020



HISTORIAS DEL CINE EN GRAN CANARIA

(I)

EL ESCÁNDALO DE LA PELÍCULA “GILDA”:
“Fue ese quitarse los guantes... de una forma... ¡qué sé yo!”

Entrevista realizada por Teresa Iturriaga Osa a Rafael Hernández Marrero,
último jefe de cabina del antiguo Cine Cuyás de Las Palmas.




- Rafael, se dice que la gente hacía cola a las puertas del cine en el estreno de la película “Gilda”. ¿Es verdad que los seminaristas y los curas iban allí a prohibir la entrada? Iban a advertirles del pecado...
- Sí, claro. Bueno, esto fue en el Cuyás, pero...
- Sí, cuéntenos esa época.
- Eso ocurrió en el Cuyás, pero en el Cine Galdós de Tamaraceite, es que estaba el párroco y ¡no dejaba entrar a nadie! Con la película “Gilda”.
- Mmm... ¿y la gente entraba?
- Mmm... la gente no entraba. La gente no entraba, es un barrio de Las Palmas, pero es un pueblo. Un pueblo. Y no entraban.
- Pero, en el Cuyás, sí entraban... ¿no?
- Sí iban, sí iban.
- ¿Mujeres?
- Yo creo que también iban. Las mujeres eran atrevidillas, sí. Yo creo que sí, que sí iban, sí. En aquella época, yo no trabajaba en el Cuyás, yo estaba en el servicio militar. Y, claro, del cuartel de San Francisco, que era donde yo era cabo, electricista, abajo al Cuyás, je, je... Y, además, iba por ver el espectáculo. Ahora que eso... la película al final fue suspendida por el gobernador civil. A los seis días la suspendió.
- Pero, bueno, ¿qué tenía esa película que era tan...?
- Nada, nada, era que ella...
- ¿Demoníaca?
- Aquella... aquel... al quitarse los... Fue ese quitarse los guantes... de una forma... ¡qué sé yo!
- ¿Sensual?
- Mmm... puede ser sensual... pero creo que era femenino.
- ¿Solamente por eso?
- Por eso. Por esto era. Y también me parece que fue por la bofetada a ella del galán, porque hay una bofetada en la película. Cuando ella hace esa pose, después... ¡plam! Le da su bofetada. Por algo de esto sería...
- Ya, ya... Y después llega la televisión a los hogares en los setenta, ¿eso hizo que entraran en crisis y se cerraran algunas salas de cine?
- Fue la televisión, fue el bingo... porque no hay que olvidar el bingo y, sobre todo, que la gente ya empezó a tener sus automóviles y se iban a las playas del Sur a almorzar. Ahí pasaban el día y después se venían a ver la televisión y ya está. Y eso se empezó a notar en los cines. Y claro, los impuestos siempre había que pagarlos. El cine era quizás lo más que estaba cargado de impuestos. Tenga en cuenta que, por cada peseta, tenía de descuento para pagar; creo que el veintinueve por ciento era descontado de la entrada y había que irla a pagar, no a Hacienda, esto lo recogía Protección de menores. Había que pagar a Protección de menores. Había que pagar aproximadamente el 25,94 %. Era de cada entrada lo que había que descontar.
- Supongo que al final cerraron porque no podían sobrevivir.
- Claro, es que era mucho el personal en los cines en aquella época, pues tenían que tener en la cabina, por cada proyector, un operador, si tenían dos proyectores para no hacer paradas. Además del ayudante, tenía que tener dos operadores y otro ayudante... después... el portero, acomodadores, taquilleros... Era un rancho de personas que trabajan en el cine. Entonces, se hicieron los multicines, que no tienen nada más que el operador, que es para todas las salas, y el que vende las entradas, que a veces se pone también para revisar a los que pasan. En fin, todo.
- Me gustaría que nos hablara del trabajo de recopilación que usted ha realizado sobre todos los cines que han existido en Canarias. ¿Qué le gustaría hacer con ese trabajo? Cuéntenos sus ilusiones.
- Bueno, mis ilusiones es que ese trabajo se edite. Pero... algunas veces, mmm... ya empiezan a decirme que es mucho, que hay que hacerlo más corto, que hay que... y claro, psss... yo no quiero hacer más corto lo que tengo hecho de tanto tiempo, ¿no? Son tantos años... Y todo el tiempo que llevo yo dedicado a la cosa de cinematografía... Pues, bien, ahí lo dejo y algún día a lo mejor lo regalo para que lo tengan en cualquier sociedad o en algún sitio de cultura.
- Me parece un trabajo que está hecho con todo lujo de detalles: las fechas, la duración de la película, los actores... Si era en blanco y negro, si era a color...
- Sí.
- Es como una memoria histórica de la cinematografía en Canarias.
- Yo creo que sí. Todas las personas que lo han visto dicen: “Pero... ¿pero... cuántos años llevas haciendo esto?” Je, je... yo creo que desde que empecé. Desde que empecé a trabajar en el cine allá en 1937. Efectivamente, tenía una colección de folletos maravillosos y, cuando fui al cuartel, desapareció. No sé... no sé cómo desapareció de la cómoda de mi madre, tenía casi todo lleno un cajón de folletos. Bueno, tengo muchos lanzamientos, muchos libros y buenas revistas de cinematografía.
- Muy bien, Rafael, esperemos que este mensaje lo recoja alguien y se edite su trabajo. Muchas gracias.

(II)



T.- Bueno, dígame, Rafael, ¿cómo empezó usted a trabajar en el cine, aquí, en Las Palmas de Gran Canaria?
R.- Siendo muy joven, tenía aproximadamente dieciséis... diecisiete años. Recuerdo que en el Cine Goya de Las Alcaravaneras el operador había sido movilizado y, claro, iba a la Guerra Civil Española, estoy hablando de 1936 ó 37, y entonces, mi tío, Don Manuel Marrero Barrera, me dijo que por qué yo lo sacaba del apuro de tener que poner a otra persona. Y, efectivamente, me fui y enseguida me quedé proyectando y allí estuve como operador hasta mi ida al servicio militar, que fue en el año 42. Ésta es la forma en que yo entré a funcionar en el cine, a trabajar.
T.- Usted conoció todos los cines de Las Palmas y además fue técnico de una comisión para revisión de películas. Cuéntenos esa faceta...
R.- Yo era técnico de la Mutualidad y Montepío de Espectáculos de España, así que yo era el encargado de revisar las películas cuando habían sido averiadas en cualquier cine de la isla. O de las islas. Yo era el que valoraba si había sido rayada, si era la raya fuerte, si era en el sonido... si era la perforación picada... y, entonces, había que hacer una valoración del daño causado y se pedía a la casa que había dado la película, para que hiciera una copia y mandara todo lo averiado. O se contentaba el distribuidor con quitar ya la película y no proyectarla, porque había sido, a lo mejor, por la duración en cartel de la película... Entonces, ya no interesaba porque había pasado por casi todos los cines y ese dinero le iba mejor a él.
T.- ¿Y qué se hacía con las películas que ya estaban agotadas de público? Me refiero a las que ya se habían visto mucho.
R.- Los distribuidores de las películas tenían la proyección comercial de la película, que eran dos, tres o cinco años, pero como no podían entrar la película en la península otra vez, las películas había que destruirlas, y yo las llevaba a un solar que había en Tamaraceite. Allí, como eran de nitrato, con poquito, ardían... Se hacía una explosión y ardía que aquello daba miedo. Luego, hacía un certificado como que la película había sido destruida.
T.- Usted tiene un catálogo con todos los cines de Las Palmas de aquellos años, ¿había muchos cines en Las Palmas?
R.- En el término municipal de las Palmas de Gran Canaria, había cuarenta y tres cines, más cinco parroquiales, uno de verano y tres ambulantes. Bueno, en los pueblos, también pues eran cincuenta y tres. Total... que había en la isla de Gran Canaria ciento cinco cines. Por ejemplo, en Lanzarote, tenían diez cines estables, dos ambulantes y dos parroquiales. En Fuerteventura, tenían cuatro cines. Total: había ciento veintitrés cinematógrafos en la provincia de Las Palmas. Y las casas distribuidoras de películas eran veintiséis. Y también, como pertenecían o tenían la cosa comercial con Las Palmas de Gran Canaria, los cines del África occidental, pues había ocho cinematógrafos entre Aaiun, Ifni y Río de Oro.
T.- Usted dice que en aquellos años no había otra cosa que el cine y el fútbol, ¿no? ¿La gente se divertía sólo con esas dos cosas...?  
R.- Pues sí. Pues el fútbol... con el Marino y el Victoria, el Gran Canaria, el Athletic... pues eran los equipos que jugaban en el cine y campo de fútbol Campo España... Y sí, la gente compartía... Iban los amantes del deporte, iban a ver el fútbol, pero también iban a ver cine, porque al pueblo canario le gustaba mucho el cine. Porque, además de entretener, muchas veces, instruía.
T.- ¿Y qué películas son las que más impacto social causaron en Las Palmas?
R.- Psss... siempre hubo algunas en épocas determinadas... Hubo una época de las películas mejicanas, películas de musicales, etc. Hubo una época de las películas de gánsteres, las películas del oeste y los dramas. Los dramas... bah... los dramas eran... je, je, je... eran lo que les gustaba, sobre todo, a las mujeres. Les gustaba ir a llorar al cine.
T.- Había, en aquellos años, lo que se llamaba la censura, ¿no?
R.- Sí. Y ya lo creo, sí, muy fuerte. La censura era muy fuerte. Cada película que venía en el lote que correspondía a cada película, traía una hoja de censura. En esa hoja de censura, decía los trozos de película que había que cortar. Y como venía numerada la película, íbamos y cortábamos donde decía, de tanto a tanto, y aquello había que guardarlo muy bien, porque venían los inspectores y lo primero que pedían era ver la hoja de censura, a ver los cortes... Después ya empezaron a venir con los cortes hechos desde la Península. Esto era el trabajo de la censura. Aquí no revisaban las películas para censurarlas. Las obras de teatro, sí. De eso soy testigo porque conocía al señor que era el encargado de la censura.