Anthurium
Tremens
Recuerdo
que se abrió la puerta del ascensor en la planta 23 del AC Hotel
Gran Canaria y entré en el restaurante. En cuestión de segundos,
hice una inmersión en su estanque de ambiente exquisito y fui
deslizándome suavemente por la sala. El lenguaje minimalista me
cogió del brazo y me llevó hacia una mesa. Me absorbió el
silencio, la decoración sensual del templo viviente, las ofrendas se
movían entre colores ikebana
y grandes espacios de luz. Sonaba una música de fondo con una voz
femenina en francés que, instantáneamente, me trasladó a un
elegante café de París. Orquídeas. Giverny. Monet. La Tour Eiffel.
Avancé entre ondas por un túnel sinuoso de ficción y realidad,
pero yo seguía allí. Lo sabía porque ese savoir-faire
interior se completaba con una impresionante vista panorámica de la
ciudad: Las Palmas de Gran Canaria. Mi ciudad. Y desde allí, todo
hay que decirlo, la veía como nunca, fantástica a sus años, una
ciudad madura de los pies a la cabeza, con la solera de sus arrugas
portuarias y esa vida salvaje que escondía su litoral. Gris y
amarilla, azul. Cetácea. Me era difícil dibujar su belleza, pero al
alejarme de ella, la descubría en la distancia y reconocía su
perfección. Era la ciudad sin cicatrices que reposaba su sueño a
mis pies. Abducida, me dejé transportar por el aire, como a vista de
pájaro, suspendida sobre las ramas de un gran tronco milenario... en
la cima de un tepui, una montaña-isla en medio de la selva. No sabía
si pedirme un martini
bianco
o un café... Estaba en la gloria. Esa era la sensación que siempre
se me quedaba en el cuerpo con las nuevas miradas que me abrían las
puertas de los sentidos. Miradas. Siempre las miradas. Más tarde,
vinieron a mí los aromas, fueron llegando los sabores y, sin duda,
la bienvenida y el trato amable de las gentes de Anthuriun.
Teresa Iturriaga Osa / DeLirium / Ed. La vocal de Lis, 2017.
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