sábado, 19 de julio de 2014


CUENTO AFRICANO

La gallina de Guinea que se convirtió en hijo

 
 
 


Lo que se esperaba de un hombre rico como Mzizi –dueño de mucho ganado- es que tuviera mucha descendencia. Pero, desgraciadamente, su mujer, Pitipiti, no podía tener hijos. Ella lo estuvo consultando con mucha gente, sin embargo, aunque se gastaba mucho dinero en cuidados y medicinas para quedarse embarazada, seguía siendo estéril.
 
Pitipiti amaba a su marido y le daba mucha tristeza ver que su cariño hacia ella se iba desvaneciendo mientras él esperaba el nacimiento de un hijo. Finalmente, cuando ya estaba claro que Pitipiti no podía concebir hijos, su marido tomó por esposa a otra mujer. Entonces, se fue a vivir al gran kraal1 con su nueva y joven compañera, y Pitipiti oía las carcajadas que provenían de la choza de la nueva esposa. Pronto nació un niño y, después, otro.


Pitipiti fue a llevarles regalos a los niños, pero la nueva esposa la echó fuera.


Mzizi perdió el tiempo contigo durante tantos años...” –así se burlaba de ella la nueva esposa- “y mira ahora... ya ves en qué poco tiempo le he dado hijos; no queremos tus regalos”.


Ella buscaba en la mirada de su marido algún signo del amor que él solía mostrarle, pero todo lo que vio en él fue el orgullo que sentía de ser padre. Era como si ella ya no existiera para él. A Pitipiti se le heló el corazón, dio media vuelta y se dirigió a su solitaria choza, allí se echó a llorar. Ahora, eso era lo que le quedaba en la vida. Su marido no tendría a bien que ella se fuera lejos con sus hermanos, así que tendría que arreglárselas sin vivir a costa de nadie. Pitipiti se preguntaba si sería capaz de soportar tanta soledad.
Algunos meses más tarde, Pitipiti estaba arando sus campos cuando escuchó un ruido, era como un cacareo que provenía de unos matorrales cercanos. Detuvo a sus bueyes y se arrastró sigilosamente por la maleza, echando un vistazo por dentro. Allí, escondida en la oscuridad, había una gallina de Guinea. El ave la vio y se puso a cacarear otra vez.


Estoy muy solo,” –dijo la gallina de Guinea- “¿querrás que sea tu hijo?”


Pitipiti exclamó riendo: “¡Yo no puedo tener una gallina de Guinea como hijo! Todo el mundo se reiría de mí”.


Por la respuesta, parecía que la gallina de Guinea ya había desistido, pero no se rindió.


¿Me dejarás ser tu hijo sólo por las noches?” -preguntó- “Por las mañanas, puedo salir de tu choza muy temprano y así nadie lo sabrá”.


Pitipiti pensó en ello. En efecto, eso sí sería posible: si la gallina de Guinea estuviera fuera de la choza justo al amanecer, entonces, nadie tendría por qué saber que ella lo había adoptado. Y pensó que estaría bien eso de tener un hijo, aunque sólo fuera una gallina de Guinea.


Muy bien”, pensó, tras unos momentos de reflexión. “Puedes ser mi hijo”.

La gallina de Guinea estaba encantada y, aquella noche, nada más ocultarse el sol, entró en la choza de Pitipiti. Ella le dio la bienvenida y le preparó la cena, al igual que lo haría cualquier madre con su hijo. Los dos eran muy felices.


Pero la nueva esposa de Mzizi aún seguía riéndose de Pitipiti. Algunas veces, solía pasar por los campos de Pitipiti y se burlaba de ella, preguntándole por qué hacía crecer sus cosechas si, en realidad, no tenía ninguna boca que alimentar. Pitipiti no hacía caso de sus burlas, pero cada una de ellas era como una pequeña lanza afilada que le cortaba cada vez más por dentro.

Un día, desde el árbol donde estaba posada, la gallina de Guinea escuchó los insultos y cacareó furiosamente; aunque para la nueva esposa, aquellos sonidos sólo eran los sonidos de algún pájaro en un árbol.
Madre,” –le preguntó la gallina de Guinea aquella noche- “¿por qué aguantas los insultos de la otra mujer?
Pitipiti no pudo encontrarle una respuesta. A decir verdad, ella poco podía hacer ante ello, porque si se le ocurría ir tras la nueva mujer, entonces, su marido estaría muy enfadado con ella y a la vez podría echarla. No había nada que hacer.


No obstante, el ave pensaba de forma muy distinta. Él no estaba dispuesto a que insultara a su madre de esa forma, así que, al día siguiente, se levantó temprano y voló hasta el árbol más alto desde donde podían verse los campos de la nueva esposa. Allí, cuando despuntó el alba, cantó una melodía de las gallinas de Guinea:


¡Venid amigos, hay grano para comer!

¡Venid y comed todo el grano de esta mujer!


No tardó mucho tiempo la nueva esposa en darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Gritando enojada, entró corriendo en los campos y mató a la gallina de Guinea de Pitipiti y también a sus amigos. Luego, se los llevó a su choza, los desplumó y empezó a cocinarlos.


La nueva esposa llamó a Mzizi para el festín y, entre los dos, se comieron todas las gallinas de Guinea de una sentada. Fue una comida deliciosa y ambos se encontraban muy contentos consigo mismos por haber empezado el día con tan buen pie.


Tan pronto como hubieron terminado el último bocado, Mzizi y la nueva esposa escucharon un sonido: alguien cantaba dentro de sus estómagos. Eran las gallinas de Guinea cantando sus canciones de gallinas de Guinea. Aquello, por supuesto, aterrorizó a la pareja y, a todo correr, echaron mano de dos largos cuchillos que se clavaron en el vientre para detener el ruido. Al clavar los cuchillos en su piel, la sangre brillante empezó a salir a borbotones y se desplomaron. Una vez en el suelo, la gallina de Guinea y sus amigos salieron de sus heridas cacareando con júbilo al verse libres. Pronto estuvieron en el campo, comiéndose todo el grano que quedaba.


Pitipiti estaba encantada porque ya no volvería a escuchar los insultos de la nueva esposa. Ahora sería la dueña del ganado de su marido y ésa era la causa por la que muchos hombres esperaban casarse con ella. Por supuesto, todos ellos estaban encantados con la idea de poder casarse con una esposa cuyo hijo fuera tan listo y tan especial.


[Alexander McCall Smith, “Guinea Fowl Child”, del libro de cuentos africanos The Girl Who Married A Lion, Canongate Books, Ltd, Edinburgh, 2004, pp. 1-4.]

 

Traducción de Teresa Iturriaga Osa

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Interpretación del cuento


<<La alquimia de lo femenino en la tradición oral>>

 
Por Teresa Iturriaga Osa
 
Dra. en Traducción e Interpretación



 



El cuento, venga de donde venga, siempre se mueve entre diferentes niveles de interpretación. El neurolingüista ruso A. R. Luria, en su obra Conciencia y lenguaje (1), ya decía que el nivel de lectura en cada ser humano depende del grado de apertura de las puertas de su percepción. Por tanto, el cuento nos habla de un modo personal según la dimensión de la lectura del texto en la que nos situemos, pero eso no tiene que ver con la formación académica ni con la inteligencia de los individuos, sino con la sensibilidad y con la frecuencia de onda que capten nuestros sentidos, es decir, con nuestra “agudeza emocional”.


Por consiguiente, se trata de cultivar esos sentidos externos e internos de los que vienen hablándonos desde hace siglos tanto los maestros occidentales como los orientales; ésa debe de ser la clave del éxito de cualquier acto de comunicación complejo y profundo. Parece que por ahí debe de encontrarse la salida del laberinto humano. De ahí que pretender entrar en una cultura –como la africana- a través de análisis teóricos y sesudos, además de ser agotador, tiene cada vez menos probabilidades de éxito. Por el contrario, dejar que los pueblos africanos nos tarareen sus cuentos al oído puede producir en nosotros el mismo efecto que un masaje relajante con esencias y aromas desconocidos que, automáticamente, harán caer las barreras defensivas que nos distancian. Escuchar sus historias alrededor del fuego es un buen camino de aproximación al “yo” de los “otros”. Porque el significado “no lógico” del cuento nos va adentrando por territorios intuitivos donde habita la esencia del ser humano y nos permite acercarnos con sigilo al pensamiento y a los comportamientos de otras culturas que, en muchas ocasiones, desde un punto de vista racional, no llegamos a comprender.


El cuento es un instrumento muy útil para la antropología entendida en el sentido más amplio del término, es decir, como un conocimiento del hombre que intenta descubrir los resortes secretos que le mueven. Todos hemos experimentado el choque cultural que se produce entre diferentes culturas cuando iniciamos un diálogo basado en conceptos; a menudo, suele levantarse ante nosotros una malla de prejuicios que encasilla nuestras mentes dentro un gran cuadrado de compartimentos estancos donde apenas divisamos lo que otro dibuja desde su celda correspondiente. Ahora bien, el cuento destruye esas barreras y nos deja en la arena de un patio de las culturas donde jugamos a hacer trazos que, entre todos, entendemos y adivinamos. El cuento es ese espacio lúdico donde cualquiera puede seguir las reglas de un juego universal donde no cuenta ni la edad, ni la piel, ni la religión, ni la ideología, ni la posición social, ni la riqueza, ni el género, pues es el territorio virgen de la espontaneidad y la imaginación. Allí todo el potencial del ser humano se despliega y lo más importante es dejarse llevar.


En ese sentido, el cuento africano de la gallina de Guinea puede comprenderse como fruto de una experiencia iniciática auténtica en la que se relacionan aspectos muy importantes del ser humano: lo antisocial y lo creativo. En el relato hay un simbolismo que está estrechamente ligado a la cosmogonía de lo femenino considerado como esa parte humana ingeniosa y artística que trasciende las convenciones sociales. La lectura de la exclusión de Pitipiti fuera del círculo -que representa el kraal- también puede interpretarse como el punto de partida donde el individuo comenzará a desarrollar otras fuerzas alternativas con las que hará frente al sistema pactado por la colectividad. Pero, paradójicamente, la expulsión de Pitipiti de la vida social y esa reducción de su espacio público a la choza van a producir en ella un efecto positivo porque su lejanía del discurso general, con el tiempo, le será de gran valor. En efecto, su exilio en la soledad, al igual que le sucedió a nuestro pensador Miguel de Unamuno, más que en desierto interior, se convierte en “su roca espiritual”, ya que el excluido vuelve sobre su propio recuerdo de libertad. Porque nacemos libres, aunque a veces se nos olvide.


Mujeres como Pitipiti son todas aquellas que, por cualquier circunstancia de la vida, tienen que salirse del círculo social porque ya no están bien vistas. En este caso, es la hora de la marginación, de la exclusión de la tribu, ya que el mundo tradicional africano no valora a la mujer estéril que no da hijos a la colectividad. Pero este sencillo cuento, de apariencia alegórica y cuyo lenguaje se asemeja al de las fábulas, encierra una gran enseñanza: es un canto a la libertad de la mujer como ser pensante, a su gran capacidad creadora y a su fertilidad imaginativa. Ciertamente, el mensaje del cuento es revolucionario. Ante Pitipiti se abre un nuevo mundo de posibilidades que dará sentido a su existencia más allá de ser “madre” y “esposa”. Y si estamos atentos al mensaje como ella, veremos que a través del cuento se están desmitificando esos valores absolutos de la cultura africana. En palabras de A. R. Luria: <<Así pues, tanto en las frases con sentido figurado como en los proverbios y en las fábulas, está presente un conflicto entre el texto abierto (o sistema de significados) y el subtexto interno o sentido. Para la comprensión de todas estas construcciones es imprescindible abstraerse del sistema inmediato de significados y separar el sentido que, en forma alegórica, se expresa en el sistema de significados externos desplegados>>(2).


En el cuento hay un impulso que da autoestima a la mujer inquieta y le invita a vivir por caminos no trillados que dan paso a una alquimia o transformación interna. Pitipiti debe detener los bueyes, olvidar el camino del surco y reptar por la maleza hacia lo desconocido. Ella busca y encuentra, aunque tenga el corazón roto de dolor. En muchos cuentos hay una transformación a partir de una herida que marca a la persona, y como dice A. M. Schlüter, maestra y estudiosa de la filosofía Zen: <<Esto que parece en primera instancia algo negativo, luego resulta no serlo. Ninguna herida de la vida, aunque pueda parecer lo contrario, a la larga deja de tener la posibilidad de convertirse justamente en una gran oportunidad. Los orientales dicen: la arenilla que se cuela en la ostra –lo cual es un peligroso accidente- es la que da lugar a la perla; si no se colara una arenilla, una impureza, no habría perla>>(3). Aquí, en este cuento, la mujer se enfrenta con su propia sombra, con su soledad en medio del vacío, pero aún así, ella sigue trabajando, porque cualquier evolución siempre pasa por ese seguir andando a través de las tareas más simples de la vida cotidiana y no hay que detenerse en ese abismo donde uno cree encontrarse. Es la solución que te llevará con todo tu miedo a la salida del túnel y, gracias a ese trabajo en soledad, verás la luz; es una esperanza, no es una utopía engañosa, es la verdad más grande que nos han dejado los sabios de todas las tradiciones.


Al final, lo negativo se transforma y se alumbra a una mujer nueva. Pitipiti está trabajando cuando oye una voz que no es más que su propia voz interior, escondida en la sombra y con ganas de ser escuchada. La gallina de Guinea es ella misma, es la rebeldía que vive en ella, la niña salvaje y libre que nunca deja salir a la luz, públicamente, porque en su cultura no está bien visto que la mujer africana proteste en estos casos de repudio y abandono. Es la voz de su ser interior que le está diciendo que ella también tiene derecho a vivir y desplegar sus alas de mariposa a pesar de que no pueda tener hijos biológicos. En este cuento, la mujer africana recobra su dignidad de reina por su gran potencial de creación en cualquier ámbito.


Este cuento establece sus vínculos con el lado femenino del quehacer humano y lo sitúa muy alto en la esfera de la cultura ancestral africana. Las interpretaciones que hayan podido hacerse de la incapacidad de la mujer a la hora de considerar su inteligencia creativa, sólo pueden entenderse desde la manipulación de todas las sociedades patriarcales en beneficio de los intereses masculinos y a su miedo al desarrollo de esa vertiente creativa femenina que, en lugar de dictar leyes rígidas y regresivas, busca relaciones humanas en libertad. El sometimiento, la jerarquía per se, la violencia, la intolerancia, no son más que reflejo de las sociedades ancladas en el miedo al cambio, y, en eso, la mujer que despierta no quiere participar más. Es evidente que la mujer ha tenido que claudicar en sus reivindicaciones de libertad en muchos momentos de la historia y bajo diferentes collares ideológicos y morales, pero hay en ella un espíritu de combate interno que le va hablando en voz baja y le susurra al oído, desde la sombra de su corazón, que hay un mundo fuera del jardín doméstico donde aún se puede ser feliz.


Es la gallina de Guinea la que cacarea en todo momento por nuestro interior. Es su canto de gallina de Guinea el que nos dice que si dejamos salir esa melodía de nuestra choza y dejamos que salga a la luz, trascenderemos las prisiones de los conceptos establecidos, ella nos invita a realizar nuestros sueños. Siempre ha habido “mujeres que corren con los lobos”(4) -como dice la doctora psicoanalista junguiana C. P. Estés- y también mujeres que corren y ríen con gallinas de Guinea en todas las culturas. Mujeres con dignidad. Al fondo de la espesura, si abrimos las puertas de nuestros sentidos, siempre nos esperará una gallina de Guinea para pedirnos que nos arriesguemos a abrazarla con fuerza y que la adoptemos como hijo. Un hijo que será legítimo y, sin duda, el predilecto de su madre, porque en esa decisión valiente ella se juega su destino.


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Notas bibliográficas:

(1)–(2) Luria, A. R. (1984): Conciencia y lenguaje, Visor Libros, Madrid. Traducción de Marta Shuare.

(3) Schlüter, A. M. (1996): El camino del despertar en los cuentos, Editorial Zendo Betania, Guadalajara.

(4) Estés, C. P. (2002): Mujeres que corren con los lobos, Ediciones B, Barcelona. Traducción de Mª Antonia Menini.


1 Kraal: núcleo circular de cabañas agrupadas en forma de colmena donde tradicionalmente vivían los zulúes y, en cuyo centro, situaban al ganado.


 

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