viernes, 30 de septiembre de 2022

 

RELATO / Teresa Iturriaga Osa

Empacho de perlas

Julia tenía un empacho de raíces profundas, bestial como un puñal clavado en su seno. La razón la llamaba tonta, esa lógica sensata del mundo que la invitaba a sosegar su cerebro.

No pasa nada... Todo es transparente le decía Izan.

Pero una inquietud le invadía el cuerpo, la fiebre paseaba por sus poros y, perdiendo los deberes, le recorría la columna de perla en perla hasta el sexo. Guiñaba su semáforo amarillo hasta aturdir su corazón de niña y gritaba…

¡Quiero la verdad! Dime la verdad. No puedo amar sin verdad.

Porque sentía, día y noche, una presencia invisible... Trabajaba callada la mano que mecía la cama escondiendo las llaves de casa, mientras ella se moría de frío en una calle sin respuestas. Una grave ausencia a punto de partir el sedal con un juego astuto de rostros entre fiesta y fiesta, música, brindis de aparente inocencia.

Aquella tarde, Julia salió de su casa para sacar su cabeza del bucle. Tenía síntomas de COVID y pensó que un paseo le sentaría bien antes de hacerse el test para confirmar el diagnóstico. Quizá se trataba de un simple resfriado o de la alergia que le sobrevenía cada año con la invasión del polen en la ciudad. Caminaba arrastrando los pies, con una sensación de vejez en el alma que anulaba cualquier pensamiento positivo. Intentaba despejar su mente viendo escaparates con las nuevas colecciones de moda, imaginando las próximas vacaciones en la playa, cuando los vio. En la misma acera de la farmacia, junto al parque de los gladiolos, había una pastelería con terraza donde desayunaban los clientes de la zona comercial y allí estaban ellos, en medio del alboroto, charlando tranquilamente y haciéndose manitas por debajo de la mesa. Ella, con cara de novicia en trance y él, con aspecto de comandante en jefe, erguido sobre su máscara, con esa pose de quien se cree dueño y señor de los péndulos. Pero la vida esparce sus polvillos cósmicos a través del espacio y he aquí que les encontró el azar frente a frente en cuestión de segundos. Un torbellino desmontó a Julia de su caballo azul en un cruel retorno a la evidencia. Fue el límite del desgaste. Cruzó la calle con determinación y como un bólido se plantó a su lado. Y no, no armó una escena como le habría gustado al guerrillero en miniatura, sino todo lo contrario. Se sentó sin venganza, inmóvil, en un silencio atroz que levantaba a las palabras de sus tumbas. Tenía muy claro su ritmo: si le forzaban a hacer una milla, ella haría dos. Era su forma de abarcar el golpe. Ellos se quedaron en shock y Julia entró en meditación zen, con los ojos entreabiertos, refugiada en una túnica de sólido ultraliviano donde nadie podía herirla ni expulsarla del paraíso. Una estrella de gran poder brillaba en ella consciente y activa, tanto que los amantes decidieron salir a reservar mesa en la oscuridad. Y así fue cómo una mujer se hizo estatua un día de abril como vestidura de la claridad.

La vida sigue, ¿y el amor? El amor es un móvil caprichoso y, a veces, hay que deshacerse de él. Con elegancia —Julia susurró en voz baja, inmensa en su interior.

Desde entonces, la gente que pasa por la dulcería se pregunta por la misteriosa figura sedente bajo los tilos, aunque nadie sabe responder. De tal manera, en el local cada día se levantan olas inagotables de conversación mientras las parejas disfrutan de un café con los mejores suizos.

 


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