miércoles, 7 de septiembre de 2011

GASTRONOMÍA

COCINA CREATIVA / RESEÑA DE LA BIOGRAFÍA DEL CHEF J. J. ITURRIAGA






Título: El chef J. J. Iturriaga en sazón







La portada de este libro es el reflejo de una vida dedicada al amor en todas sus facetas. La cocina y la vida hierven en esa mirada en perspectiva, es la realidad de un hombre lleno de ilusiones y, al mismo tiempo, en medio de la soledad.Es el estado del buscador creativo que observa el horizonte encerrado en el centro de una torre. Los hierros le rodean como fuerzas que sostienen una gran obra bien construida desde los cimientos, a la vez que preparan las estrategias de defensa y de ataque, entrenando las potencias y el miedo humano. Y esa estructura es la fortaleza inexpugnable donde convergen los ingredientes de los caldos creativos.





Prólogo

Por Teresa Iturriaga Osa



El título de este libro -centrado en la vida profesional de mi padre, J. J. Iturriaga- juega con términos de cocina relacionados con la intención comunicativa del texto. La expresión "en sazón", según el diccionario de la R. A. E., significa "oportunamente, a tiempo, a ocasión", a la vez que "sazonar" es "poner las cosas en la sazón, punto y madurez que deben tener". Por consiguiente -y a buen entendedor, pocas palabras bastan-, creo que aún estamos a tiempo de disfrutar de las enseñanzas del chef Iturriaga para que no se nos olvide el significado profundo de la alta cocina.

Dicen que la gastronomía es ciencia y es arte -más ciencia que arte para unos, más arte que ciencia para otros-, aunque yo no sabría trazar los límites entre una y otra pero, desde luego, lo que sí puedo afirmar es que, para mi padre, la alta cocina siempre fue enemiga de la rutina. Y a propósito de esta reflexión, recuerdo que los lingüistas M. Issacharoff y L. Madrid ya investigaron hace años las relaciones entre el pensamiento y el lenguaje, el cerebro y el tiempo, el ajedrez y la cocina. Ponían como ejemplo el juego del ajedrez para ilustrar la relación existente entre la memoria y el pensamiento, explicando cómo hay varias clases de jugadores, según su forma de ser y de actuar. Así, algunos campeones de ajedrez tienen la capacidad de memorizar un gran número de estrategias y posiciones, pero un fallo de su memoria podría dejarles en blanco. Hay otros, por el contrario, que prefieren el desafío de improvisar libremente ante cualquier situación. Los psicolingüistas comparan a estos últimos con los chefs creativos que nunca se ciñen a las reglas de un libro de recetas, que suelen utilizar como una referencia, pero no siguen al dictado. En conclusión, afirman que "la cocina, como el ajedrez, posee una sintaxis -clases, taxonomías y reglas de combinación y permutación-. Ambos requieren de la memoria en cierta medida, pero en su nivel más logrado implican un grado mayor de creatividad y de improvisación que la mera copia que se origina de la repetición".

Por eso, siempre le estaré agradecida a mi padre por haberme enseñado la relación entre el difícil arte de la cocina y el ajedrez. Desde el día en que entró por la puerta de casa con el tablero y la cajita que contenía las piezas blancas y negras del ajedrez, algo cambió en mí. De alguna manera, el juego como creación y estrategia de vida entraba a formar parte de mi mente infantil. Me pasé la niñez atacando con torres y alfiles las posiciones enemigas de mi hermano Juan. Yo no sabía entonces la importancia de reconocer en aquel sistema de probabilidades y combinaciones el hilo conductor que, unos años más tarde, sostendría mi vida, siempre en busca de la diversidad como criterio unificador.

Mi madre, por su parte, siempre ajena a la alabanza y a la frivolidad, me enseñó también la importancia de la elegancia para hacer invisibles los movimientos de su cetro en el tablero de la vida familiar. Porque su poder no se exhibía, pero se dejaba notar. Ciertamente, a la hora de valorar cuáles son las claves del éxito de las recetas del chef J. J. Iturriaga, podría asegurar -sin miedo a equivocarme- que uno de sus ingredientes fundamentales es la unidad creativa entre su vida profesional y afectiva. Dos primeros Premios Nacionales de Cocina así lo avalan, sin olvidar el Diploma de la Medalla de Oro de la Villa de París. En efecto, en la vida profesional de mi padre, mi madre siempre fue el núcleo y el corazón mágico de su juego creativo. Sin su amor, no había fuego, no había artista. Todos sabemos que, sin el descubrimiento del fuego, aún seguiríamos en la Edad de Piedra y sólo reinaría en nosotros la oscuridad.

Precisamente, este libro nos habla del mundo de la restauración que se mueve entre las estrellas. Eran los años sesenta en Mallorca y los Príncipes de Mónaco inauguraban el Castillo Hotel Son Vida, que rehabilitaron sobre una colina con hermosas vistas a la Bahía de Palma. Hasta allí llegaron los invitados más ilustres en el yate Cristina de Onassis, con María Callas a bordo. Sería el principio de la época dorada del turismo balear que acogía con agrado al mundo cinematográfico de Hollywood unido a la aristocracia europea. El hotel fue inaugurado oficialmente en julio de 1961 y el chef Iturriaga hizo una cena espectacular para los huéspedes del Príncipe Rainiero y la Princesa Grace de Mónaco: Onassis, María Callas, la maharaní de Baroda, Elsa Maxwell, jeques árabes, prestigiosos científicos, intelectuales, políticos, banqueros, etc.

En sus páginas se enfocan anécdotas de toda una década, bellos recuerdos e, incluso, sucesos provocados por peculiares clientes que abandonaban por unos días la vorágine de los altos círculos políticos y financieros acudiendo al hotel para sumergirse en una burbuja que les servía de paréntesis entre el mundo real y el de sus sueños. Y en no pocas ocasiones, el exquisito ambiente hotelero y la buena gastronomía del restaurante ayudaron al diálogo y a la distensión entre varias partes enfrentadas, alejando los negros nubarrones de un posible conflicto internacional, para culminar con la firma de un tratado y la celebración de una fiesta de gran gala.

Mientras tanto, la vida discurría en plena efervescencia en las cocinas, en medio de un gran torbellino mediático, del tráfago hotelero, de la prensa y de los curiosos que perseguían a los personajes de la jet-set. El chef, ensimismado, se dejaba absorber por el espíritu artístico, plasmando su personal coreografía a través de los platos que presentaría en el comedor. Y, en esa dimensión, el chef era el señor de los sueños. Vivía el privilegio de realizar lo que sólo sucedía en su fantasía. Pura alquimia. Por ello, este libro está dedicado a mi padre y a todos aquellos cocineros que han sido olvidados como maestros constructores de belleza. Ojalá que sus esfuerzos a pie de fogón y sus noches en vela inventando deleites para los sentidos sean consideradas de una vez por todas como partes del proceso de una verdadera obra de arte.

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