viernes, 5 de agosto de 2011

VEGA O EL PULSO DE LA SERPIENTE

POR TERESA ITURRIAGA OSA

… La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que hiciera Yaveh Dios. Y dijo a la mujer: << ¿Es cierto que os ha dicho Dios: No comáis de todos los árboles del jardín? >>.
(Génesis, 3)



Si se me pregunta por la presencia de la mujer en la obra pictórica de José Luis Vega (Las Palmas de Gran Canaria, 1937), diré que es innegable. Podría decirse que en él, todo lo importante tiene nombre de mujer. Con ojo cómplice escudriño sus cuadros y reconozco al artista en su estudio como un arqueólogo voraz y apasionado. Moldea el paisaje –sin dañarlo- para encontrar los tesoros del mundo secreto femenino. En efecto, nadie podrá pasar por alto su pertinaz búsqueda de la línea curva que, a modo de metáfora, realza la representación de la mujer como el más bello paisaje transitado. Ese modo de avanzar suavemente por el lienzo contribuye a elevar la sexualidad y la fertilidad, que se hacen símbolo de libertad en su latido artístico. La interpretación que hace José Luis Vega de un mundo femenino sin fracturas pone en cuestión los códigos a los que, con frecuencia, ha querido acostumbrarnos la mirada masculina.

Bajo ese prisma, la pintura de Vega se nutre de la fluidez del mar, de la fuerza de un remolino de aguas que convergen en ombligo hacia el centro del mundo. Parece que una serpiente de sangre y fuego guía su pulso cuando intenta descifrar el enigma del origen. Dentro del hechizo de sus líneas, construye las paredes de una voz que nos llega desde el cuadro y nos hace preguntarnos qué sentido tiene todo esto, por qué estamos aquí. No podemos escapar del juego de preguntas que retumban en nosotros como un eco. Y no hay respuestas en esta dimensión. Pero la obsesión que a muchos les lleva a la locura, al comprobar que no existe en su destino ningún plan determinado, a otros, como a Vega, les conduce a la genialidad, a la carcajada como certeza, una ironía vital ante la desesperación de saber que la razón nunca llega hasta el final. El artista sabe muy bien que, a través del intelecto, no podremos ver lo que ocurre al otro lado del espejo.

A menudo, sus obras son polémicas, eróticas, sexuales, Vega no evita las pulsiones directas. Rompe los tabúes y las convenciones sobre el cuerpo. Sin embargo, una de las características más destacadas de su obra es que la mirada sobre sus desnudos jamás contiene una carga de violencia de género. Un erotismo más allá de lo previsto nos invade. Quizá esa invitación al juego de la sensualidad podría ser fruto de su búsqueda de la curva, simbólicamente amable con la vida. El artista no utiliza el cuerpo de la mujer como consuelo o reclamo, sino como camino hacia las puertas del misterio. Su trazo, al ritmo de las mareas, es como un rito de aproximación a lo sagrado, nos recuerda que la mujer no es un objeto de usar y tirar. Sus líneas reptan como serpientes, como denuncia a la interpretación de la caída, a la leyenda negra que recae sobre la mujer, responsable de la pérdida del ser, de la divinidad esencial del primer hombre. Así, rebelde hasta el extremo con la manipulación de los sistemas filosóficos, religiosos y políticos, Vega denuncia la gran mentira que encierra el mito edénico de la manzana mordida, exigencia, grito y lamento de su ser natural por recuperar el paraíso antes de ser prohibido por los sacerdotes del lugar, jerarquía de editores de los libros del engaño. En ese sentido, podría afirmar que Vega desarrolla un ejercicio que va más allá de lo convencional, guiado por el elevado impulso de rescatar la naturaleza propia del ser humano. Palpita en él una mística de los sentidos, entendidos como puertas de entrada al jardín del “árbol de vida, que está plantado en las mesmas aguas vivas de la vida”, como diría Santa Teresa. Por consiguiente, en la pintura de Vega, no encontraremos un elogio al gobierno de la recta conducta, al dedo inquisidor que marca el pecado, al canon de las sagradas advertencias, a la moral del orden que, como manda la tradición, está dictada por Dios. La obra de Vega es un viaje cromático a través del agua, la tierra, el fuego, el aire, el éter.

Del mismo modo que la materia va diseñándose en espiral, el microcosmos y el macrocosmos coinciden en la pintura de Vega. Su mano nos lleva al no-lugar, a una utopía que parte del paisaje de su infancia, la geología volcánica que, como él dice, “forma parte de la identidad de todos los artistas canarios”. Lugares que están grabados en la memoria, en el corazón. En su pintura, la presencia constante de estratos superpuestos en formas concéntricas nos permite adivinar el movimiento de la energía telúrica que no se somete a control. Sus líneas sinuosas nos llevan a la libertad, contrariamente a lo que nos sugiere el trazo recto y uniforme, una educada domesticación de la mente. Curvas, ondas, olas, nos hablan en un lenguaje críptico sobre la fuerza de los agentes meteorológicos y su erosión. De manera que si seguimos con atención las rayas de un cuadro de Vega, buscando con paciencia quiromántica las huellas de su sentido, inscritas en las manos y en el rostro de la obra, descubriremos los indicios de la voluntad natural. Vega es un observador de la madre naturaleza –y, por ende, del cuerpo-, un filósofo que añora la unidad perdida entre el cielo y la tierra. Esa reflexión se revela en las formaciones y deformaciones geológicas que tanto aparecen en su pintura. De ahí surge la cueva -siempre presente en su obra y personalidad-, que podría relacionarse con un vientre donde se gestan las grandezas y, a la vez, las enfermedades congénitas de la raza humana. Esa predilección de Vega por las hendiduras de la tierra, las cavernas, los acantilados, los barrancos, las rocas, los hervideros, el volcán fuera de control… es algo que le obsesiona como características inherentes al comportamiento de nuestra especie. De ahí, por ejemplo, “Deformaciones geopolíticas”, “¿Neo-fascismo?” o “¿Hasta cuándo?”.

Hay también en ese pulso de la mano de Vega hacia las formas circulares como una presencia femenina que sostiene su lucha por la justicia social. Justicia: nombre propio de mujer. Cierto, en toda su trayectoria vital, su producción artística no se evade en ningún momento del contexto social e histórico que le ha tocado vivir. Vega pinta desde ese compromiso, dejando su impronta en los materiales como un hijo de la tierra, obrero y artesano de lo sencillo. Pretende exponer una crítica que inicie ciertas transformaciones en la sociedad. Toda su obra persigue ese punto de despertar. Recordemos, por ejemplo, “Muerte en el océano”, referencia al drama que vive la inmigración para alcanzar nuestras costas en pateras. Y es, precisamente, su mirada compasiva con los elementos de desecho del sistema, la que en él se disfraza de mordaz ironía. Mirada, compasión e ironía, tres sustantivos de género femenino que estarán siempre presentes en su lienzo y en su agenda. Porque su pintura no persigue un ornato feliz, la estética per se no le interesa. Él busca respuestas al caos general que nos domina y las ondas del espejo -en el lago sobre el que dibuja- nos remiten al misterio. Hay en Vega una aceptación de la evidencia: una gran fuerza creadora condensa y expande el universo. El cíclico movimiento de lo intangible escondido en lo tangible. En definitiva, hay una conciencia del paisaje natural y del ser humano como parte de cambio, inmerso en el continuo devenir.

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