miércoles, 15 de junio de 2011

RELATO

TERAPIA AL STEAK TARTAR


Teresa Iturriaga Osa








Ilustraciones: Sira Ascanio






Cuando no le venía la inspiración, Beatriz no podía escribir y eso le ponía de tan mal humor que descargaba su agresividad preparándose un Steak Tartar. De manera que se iba directa a la carnicería y compraba el mejor solomillo. Al llegar a casa, entraba como un tifón en la cocina, se vestía de kamikaze, sacaba el cuchillo y empezaba a picar como una posesa. Cebolla, perejil y carne se sometían bajo su filo. Añadía una yema de huevo, sazonaba con pimienta y sal, un poco de aceite, un poco de mostaza et… voilà! Lo servía frío en pan tostado y se lo comía de un tirón, botada en el sofá, una película tras otra, como un plato de palomitas. Nada más y nada menos que doce kilos había engordado con aquella terapia japonesa de descargue. Ya no le ataba ni un pantalón, así que decidió ponerse en manos de un psicólogo antes de pasarse a la talla 48 y la situación se hiciera irremediable. Se había puesto como una foca.



En lo personal, le confesaba al terapeuta que estaba atravesando una temporada con muchos cambios internos debido a la situación de incertidumbre laboral en la que se encontraba. Reconocía que estaba muy alterada. Esperaba que se le pasara pronto el desasosiego, tenía unas ganas terribles de hacer las maletas y salir por la puerta a ver el mundo. En fin, tenía que tomar aire y avanzar con tiento, sopesando el qué y el cómo. A veces, pensaba que la decisión de irse de casa tan joven, tan soñadora, a sus dieciocho años, le estaba pasando factura. Se había ido a vivir a la India guiada por los nobles ideales de la no-violencia gandhiana. Allí estuvo cinco años hasta que una crisis de fe la derrumbó y, finalmente, volvió a España para estudiar una carrera universitaria. Porque lo suyo siempre habían sido las Humanidades, Beatriz tenía facilidad para los idiomas y el teatro.



Desde pequeña, ya en el colegio salía a la pizarra a cantar aquella canción de Georges Brassens que hablaba de un valiente caballito blanco que corría sin temor en medio de la tormenta hasta que un día lo fulminó un rayo. Era un pobre paisaje sin luz ni primavera, pero siempre estaba contento, llevando a los chavales del pueblo de aquí para allá, a través de la lluvia negra de los campos, todos detrás y él delante. Así que el animal se murió con los deberes hechos, sí, todos le recordarían como una flecha en medio de la adversidad, pero el pobrecito, nunca, nunca disfrutó del buen tiempo. Beatriz se sentía del mismo modo. Una vida tan llena de experiencias, objetora, luchadora, compañera y madre diez, académica brillante… Un historial que a cualquiera podría parecerle un dechado de virtudes, a ella le parecía una simpleza y se sentía como si no hubiera hecho nada real, como si todo hubiera sido un sueño a su medida. ¿Pero y la vida? ¿Acaso la había seguido? Ella se interponía y, simplemente, ordenaba: o le seguía o se plantaba. Era la hora del coraje. Y en eso estaba Beatriz, abriéndole las puertas al valor. Todos detrás y ella delante.



Escribía poemas desde los quince años, sus interiores danzaban libres en el verso, y esa lírica que empezó decorándole la vida se había convertido en una necesidad. Todo comenzó un día de agosto, cuando alguien le envió un link de la web de la revista literaria digital labolsaolavida.com. A partir de ese momento, empezó a intercambiar poemas con internautas de todo el planeta y la bandeja de entrada de su Outlook se llenaría de mensajes con respuestas en prosa y en verso. Eran una maravilla y media, todos y cada uno, sin embargo, el poema más bello lo recibió el día de Todos los Santos. Fue un día de esos extraños, la noche anterior rugió un viento loco que parecía querer llevarse de cuajo las persianas. No les faltaban los motivos a los muertos para estar descontentos con los vivos. El poema hablaba de un árbol agitado por el príncipe de las lágrimas. Ni el mismo Huidobro habría sido capaz de escribir algo tan hermoso. ¿Acaso importaba que las palabras no llevaran tildes? Traspasaban las formas. Y las letras, lejos de ser simples garabatos, se alzaban en vuelo sobre el papel como aves migratorias. Beatriz se pasó la noche en vela sin poder resolver el enigma de aquellos versos. Llegó el amanecer con olor a cambios. Tras el impacto del texto en su mejilla, vibraron todas las cuerdas del tiempo, ecos de vivencias, remotas paganías de su ser. Sintió que alguien la arrastraba hacia la calle, tenía que salir de su casa, correr hacia la playa.



La avenida estaba desierta. A lo lejos se veía a un transeúnte con su perro y varios indigentes dormían bajo las barcas. Acababa de pasar el camión de la limpieza y sobre la arena se dibujaban los trazos de las ruedas. Parecía una escritura jeroglífica dedicada a los dioses del cielo para darles los buenos días y agradecerles el nacimiento del Sol. Beatriz fue caminando hasta Playa Chica y allí recogió su pelo con una cinta roja que encontró en un charco. Alguna niña la habría perdido al bañarse el día anterior. Era la primera señal del príncipe de las lágrimas, así que metió sus dedos en el agua y, en sentido contrario a las agujas del reloj, empezó a recorrer el círculo. Allí sentada se quedó, reservada al ritual de las imágenes, en medio de las gentes devotas del milagro. Pasó las horas en estado de meditación. Aquella magia le prolongó la vida, una lluvia de perlas, toda la savia del roble después del primer rezo. Sería inútil explicar su advocación al terapeuta. Ante los ojos del mundo, sus oraciones no eran más que fruslerías de un nivel de madrugada sumergida en las aguas de la Virgen de los Abismos.



Se le hizo de noche observando el horizonte, los colores del ocaso ardieron como una gran queimada y el púrpura se instaló en sus retinas para no abandonarla jamás. Volvió a su casa más serena que tras diez sesiones de cromoterapia. La cinta en el pelo seguía tan erguida como los tajinastes rojos del Teide. Su mirada era ya transparente. Aquella tarde, decidió cenar en la terraza, frente al mar. Nada de Steak Tartar. Mejor un cóctel de manga y maracuyá. Entonces, pasó volando un halcón: la segunda señal. Siguió su vuelo con la mirada. Pensó que el viento allá arriba sería sereno y que, desde el aire, se vería a la humanidad de otra manera, menos agitada por los caminos. ¡Oh, sí, ése sería el instante en que decidiría volver a escribir! Porque aquel día Beatriz había oído muy de cerca los tambores de su guerra interior, cuyos sonidos escriben las verdaderas historias. La playa la había vuelto en sí y confiaba en que la rapaz sería la mensajera del señor de los sueños, y que éste le escucharía siempre.



Sonó el móvil, acababan de dejarle un mensaje en el buzón de voz. ¿La tercera y última señal? Quizás… Vaya usted a saber cuáles son los ingredientes de las recetas de la cocina real… Esta vez su hija le recordaba la hora de la fiesta de cumpleaños de su nieta al día siguiente. ¡Casi lo había olvidado! Además, sabía que la niña esperaba un cuento de su abuela porque para ella no había mejor regalo. No podía fallarle. Beatriz se soltó el pelo y acarició la cinta roja que aún olía a salitre. Después escribió un cuento que tituló: “La niña halcón”.



Había una vez una niña que iba tarareando una canción, tontos boleros de un aire de lino perdido y, entre sus cestas de junco trenzado, se le llenaron los brazos de cintas y de flores, una lluvia de plumas veló su cara. Coqueta y curiosa entró en el bosque de laurisilva prohibido y se asustó mucho en medio de la oscuridad. Y he aquí que la tierna niña oyó los pasos airados del dueño de aquellos lares, y sintió el azote del olfato de sus perros reclamando la presencia del intruso. Ella se escondió tras un gran árbol, era la entrada de la gruta del silencio, entre los mimbres y los pargos de una laguna perdida. Y al mirarse en el espejo de las aguas, la niña se dio cuenta de que había perdido su forma humana y se había convertido en un halcón.



Pasaron los días y se encontraba tan aburrida en su guarida que decidió salir a buscar amigos, alguien con quien charlar. A lo lejos vio sentado en el río a un hombre mayor corpulento, algo rudo, pero le pareció buena gente. En la sombra, un gesto pardo estaba despidiéndose a carcajadas de su cuerpo de guerrero, pero la esperanza acariciaba sus sienes, le buscaba el gris azulado de las conchas, vio unas perlas, le sonreían en el vértice del pelo. Estaba tan solo como ella. Se confió y se acercó a él, voló sin recelo, no falló en su hombro. Con el tiempo, se hicieron inseparables. Mientras se reía de sus danzas, la acarició, enmudeció con su temblor, y ella asintió con la mirada, porque era él, y ya hacía mucho tiempo, el que la había llamado en sueños por su nombre, un nombre que no conseguía recordar. Saboreó el manjar de las frutas que el claro del bosque ofrecía. Era una rara manga de azúcar, exótica y lejana entonces. La probó y comprendió el gran combate. Debía superar su altura de vuelo. Eso le dijo el príncipe de las lágrimas, príncipe pescador, príncipe de las mareas… su instructor de vuelo. Un valiente rey sin guantes que no fingía las erratas de sus dedos. Ésa fue y será siempre su grandeza.



Y cuando estuvo preparada, viajó entera a las simas del Señor del Vértigo, rescató su guijarro blanco de entre los ladrones del abismo y acudió al alcor donde sabía que él estaba. Le dijo que el guijarro era suyo y que brillaba más que nunca. Le confesó que sin él nunca se habría atrevido a bajar. Ahora sabía que la montaña había robado su altura a la sima más cercana y ahora comprendía su añoranza y su vacío.



Por eso, su nombre en adelante sería Mil y una plumas de gratitud.



Del libro REVUELTO DE ISLEÑAS

FUNDACIÓN CANARIA MAPFRE GUANARTEME, 2010.

No hay comentarios:

Publicar un comentario