§
RELATO
OJOS DE MUJER GACELA
Teresa Iturriaga Osa
OJOS DE MUJER GACELA
El día que conocí la existencia de los Yoruba fue una mañana de Navidad ante la tumba número 206 en el Cementerio Británico de Funchal, cerca de la Iglesia Anglicana de la Santísima Trinidad. Como todos los años, había organizado un viaje familiar fuera de España para escapar del ruido de los cascabeles. Y ese año fuimos a Madeira, a medio camino entre Europa y América, un paraíso en el Atlántico con una selva de flora macaronésica muy similar a la de las Islas Canarias. Después de visitar la iglesia de rua do Quebra Costas, antes de llegar a la fortaleza Do Pico, el guía turístico nos indicó la entrada al camposanto. Una vez dentro, llamó fuertemente mi atención la sencillez de una sepultura sin lápida con un cartel clavado sobre la tierra y rodeado de pedruscos en forma rectangular. La inscripción explicaba brevemente que allí reposaba Lady Sarah Bonetta Davies, nacida en Nigeria, ahijada de la reina Victoria de Inglaterra y enterrada en agosto de 1880. En su memoria, sin ninguna pompa ni ostentación de símbolos, una máscara ritual realzaba su origen africano sobre la grava. El lugar era delicioso, rebosante de plantas silvestres y un manto vegetal de líquenes, helechos y barrillas cubría las estatuas a su antojo. Era visitado por muchas personas que venían buscando información sobre sus antepasados protestantes cuyos restos habían encontrado en tan bello jardín un digno cobijo para la eternidad desde 1772. Años antes de su fundación, los muertos que en vida no habían profesado la fe católica no tenían un marco legal que les permitiera ser enterrados intramuros y eran arrojados al mar desde los acantilados de Garajau dejando los cadáveres en las rocas a merced de las olas y de los peces. Próximo a las piedras de un mausoleo, bajo la sombra de los árboles, yacía también el monarca africano George Pepple, fallecido en octubre de 1888, Rey de Bonny, uno de los principales puertos del comercio de esclavos de los portugueses desde el siglo XV y una de las mayores zonas productoras de aceite de palma, situada en el Delta del Níger.
Regresé a casa después de Nochevieja
con una fuerte bronquitis que me mantuvo en cama con fiebre y alucinaciones
durante días. Y en mi delirio no dejé de buscarla hasta hacerme uña y carne de
gacela.
–Primera noche de fiebre–
Como tantas
otras veces, Sarah no pudo dormir. Aunque se sentía agradecida
por la suerte de disfrutar de un nivel de vida privilegiado, al amanecer
le asaltaban las pesadillas, los brutales episodios de su niñez. Nubes pardas
que llovían sobre ella ese barro feo, sedado de horror y de culpa,
una tortura para el alma. Revivía el gran trauma de haber visto morir
a sus padres y hermanos cuando apenas tenía cinco años cuando su
pueblo fue atacado y quemado por el ejército de Dahomey, allá por 1848.Todos eran miembros de la casa real Yoruba en Oke-Odan, un pueblo
Egbado, al suroeste de Nigeria. Nunca se supo a ciencia cierta si
murieron en una guerra entre etnias o en una brutal cacería de esclavos cuando
fue capturada. Al ser una princesa Egbado Omoba, fue encarcelada como botín de guerra
durante dos años. Quien sabe a qué sufrimientos y abusos tuvo que enfrentarse
desde niña. Las crónicas de la época relataban que iba a ser sacrificada
cuando apareció la mano salvadora del Capitán Frederick E. Forbes de la Royal
Navy, quien consiguió que el sanguinario Rey Ghezo de
Dahomey se la regalara a la Reina Victoria de Inglaterra.
En 1850, con tan solo ocho años, el Capitán Forbes envió a Sarah a la corte de la Reina Victoria como “un presente del Rey de los Negros a la Reina de los Blancos”. Nada más llegar, la niña destacó por su gran inteligencia y quedó bajo la protección de su majestad. Recibió el apellido del capitán Forbes y del buque HMS Bonetta que la transportó hasta las costas inglesas. Durante varios años, vivió en casa de los Forbes, pero tras el fallecimiento del comandante, la enviaron con la familia Schoen de Kent, que la acogió con agrado. La niña, a la que cariñosamente llamaban Sally, gracias al apoyo económico de su madrina la reina, recibió una exquisita formación hasta convertirse en una auténtica celebridad en la alta sociedad británica. Hablaba inglés a la perfección y demostraba un talento musical y artístico fuera de lo común. La gente la adoraba por su gracia y adelantaba en aprendizaje a los niños blancos de su edad. Era ingeniosa y asimilaba muy rápidamente todo tipo de materias. Su mente y su corazón eran algo extraordinario.
Sin embargo, al hacerse ya una
mujercita, los mayores cambiaron el rumbo de su educación para arreglar su
vida matrimonial. En las fiestas de sociedad, los pretendientes eran aburridos
y pacatos. En su imaginación se dibujaba otro
mundo. Ella soñaba con una vida pública y privada en
libertad, con la felicidad de un amor apasionado, pero no quería terminar
como el resto de las mujeres casadas, sometidas y dedicadas al hogar y al
cuidado de los hijos, sin voz ni voto en el ámbito social. Nada de eso estaba
previsto en el guion que otros habían escrito para ella y cada día que pasaba
se sentía más frustrada y con ganas de escapar de su jaula de
oro. Imposible adaptarse a las normas puritanas de una sociedad
donde el sexo y placer no estaban bien vistos dentro de los cánones
de una familia decente, a un catecismo que aconsejaba a las esposas
mantener su deseo sexual reprimido. Su nombre original africano era
Aina, nombre femenino yoruba que indicaba que su parto había sido difícil. Ella
y su madre habrían podido morir entonces y eso le daba aún más
coraje a su vida.
–Segunda noche de fiebre–
El 1 de julio de1862 Lady Sarah asistió a la boda de la princesa Alicia, hija de la reina Victoria. La princesa iba a contraer matrimonio con Luis IV, gran duque de Hesse. El enlace se celebró discretamente en el Castillo de Osborne con pocas alegrías, ya que la corte británica estaba de luto por la muerte del príncipe Alberto, fallecido a causa de la fiebre tifoidea. La soberana, abrumada por la pérdida, cayó en una profunda depresión y la princesa Alicia se convirtió en su mano derecha, ayudando a su madre viuda a gestionar los problemas del Imperio. Sin embargo, al año siguiente, el deber de la reina era casar bien a su querida hija, con ganas o sin ellas. La ceremonia religiosa resultó ser un verdadero un funeral, una tristeza de evento, quebranto que acompañaría a la nueva gran duquesa de Hesse-Darmstadt hasta el final de sus días.
Casualmente, las dos amigas tenían la
misma edad, diecinueve años, y un
mes más tarde, Sarah le daría el “sí, quiero” a James Pinson Labulo
Davies, un ex-capitán indígena de la armada inglesa que cayó herido en una
intervención antiesclavista y se había convertido en un rico comerciante y
propietario de una granja de cacao en Lagos. También de etnia yoruba, James era
un hombre de negocios quince años mayor que ella. Como Sarah, siendo muy joven
había sido liberado de la esclavitud por los británicos en Sierra Leona por lo
pudo acceder a una educación que le permitió ser maestro y militar. Después se
casó con una criolla española de La Habana, Matilda Bonifacio Serrano, que
falleció en 1860, tras nueve meses de matrimonio. Más tarde, conoció a la
princesa yoruba y no dudó en solicitar su mano a la reina. En las cartas de Sarah
-incluidas en el libro de Walter Dean Myers- la joven confesaba su angustia y
su impotencia al respecto. Casarse era un deber para las mujeres de entonces y
más aún si la propuesta de matrimonio tenía la bendición de la mismísima reina.
La boda se llevó a cabo el 14 de agosto de 1862 en la iglesia de San Nicolás,
de Brighton con gran bombo y platillo. En los periódicos de la época,
destacaron la fiesta como todo un acontecimiento entre la clase media
británica, ya que el séquito nupcial reunió una decena de carruajes y entre los
invitados había parejas de blancos y negros. La mayor parte de las damas de
honor eran africanas y entre ellas estaba la hermana pequeña de su marido. Al
grupo se sumaron otras niñas blancas de colegios ingleses. Todas llevaban guantes
blancos y velo azul. Lady Sarah, por su parte, estaba radiante ante el altar
con un vestido de color pastel muy ceñido sin ninguna sofisticación. Una corona
hecha con flores de azahar sujetaba el velo blanco y el pelo negro de la novia
en moño recogido. Labulo Davies llevaba con un terno oscuro de corte muy
moderno y elegante.
Se suponía que en la noche de bodas el hombre estaba obligado a llevar la iniciativa en las relaciones sexuales, ya que hasta ese momento una mujer no tenía ninguna información al respecto. El impacto emocional debió de ser traumático para muchas jóvenes, pero en el caso de Aina, gracias a su instinto, la sexualidad le era innata, nunca pudo ser domesticada por el mundo civilizado. Era algo natural. Posiblemente habría visto numerosas escenas de sexo durante su cautiverio hasta los cinco años, incluso violaciones que quedarían grabadas en su inconsciente. Además, su marido era un adulto experimentado en todos los aspectos y la pérdida de la virginidad no le creó ningún trauma. Al poco tiempo, quedó embarazada y abandonaron Inglaterra para asentarse en África Occidental, donde tuvieron tres hijos. Su primera hija nació en 1863 y la llamó Victoria, como la reina, y también se convirtió en su ahijada, pero Sarah no volvió a concebir un hijo hasta ocho años más tarde. Qué habría pasado para tan larga espera… ¿habría tenido problemas de salud?, ¿una depresión?, ¿o quizá algún idilio secreto? Misterio.
–Tercera noche de fiebre–
Una mañana de la primavera de 1859
llegó a casa de los Schoen un ramo de flores con una nota sin
firmar que tan solo decía así: “Para Lady Sarah”. No era inocente la
ausencia de palabras. Ese silencio tenía un
significado muy poético y simbólico. Una delicada carta de amor. El
arte floral se había convertido en un lenguaje de alta sofisticación desde
que el rey Charles II lo introdujera en Inglaterra tras un trabajo de
investigación de fuentes antiguas de Oriente y Occidente en el s. XVII. La
forma y el color de los arreglos era un medio de expresar los sentimientos
entre las partes conectadas. Eran mensajes cifrados que escapaban
del control de la rígida educación de la época. Por ejemplo, recibir
un gladiolo blanco era una cordial invitación a tomar el té
o pasear por los jardines de moda, mientras que uno de color
rojo insinuaba una ardiente cita amorosa. Un clavel rojo era muestra de un
corazón que palpitaba y esperaba ser correspondido. Y no había
nada mejor que una elegante orquídea para confesar la loca admiración
por la belleza de una mujer, pura seducción y erotismo. Un amplio abanico de
conversaciones amatorias se escondía tras las hojas y los pétalos de un bouquet,
desde la proposición más casta a la más escandalosa. Éste era un ramo
de rosas blancas sin espinas que transmitía miedo con
esperanza. ¿Miedo a perderla? ¿Temor a que algún día la alejaran de
él para siempre?
Unos meses antes, a finales de
otoño, se habían conocido en una cena de gala, cuando ella estrenaba sus
quince años ante la alta sociedad. Entonces, Londres bullía en plena euforia de la era industrial. Comenzaba el
periodo del Raj Británico tras
haber sofocado la Rebelión de la India, una sublevación iniciada por los
cipayos, soldados hindúes de la Compañía Británica de las Indias
Orientales que se habían rebelado contra el yugo de la corona. La reina
Victoria preparaba las celebraciones a las que asistirían los principales
destacamentos que habían defendido las colonias del Imperio e iban a ser
condecorados por sus hazañas. Lady Sarah también había sido invitada a los
fastos como la princesa Omoba Aina, ya que su realeza había sido reconocida
tanto por la monarquía británica como por todas las dinastías europeas.
–Princesa, me habían hablado de usted como un portento de la naturaleza, pero no hay palabras para describir lo que ahora veo -le dijo el joven oficial a Lady Sarah mientras un sirviente hindú les ofrecía una copa de vino.
–Caballero, por favor, no siga mirándome así, como perro sin dueña –coqueteó ella ante su repentina presencia, mientras sonreía a los comensales y por el iris le brincaban las gacelas–, bien sabe usted que esta sala está llena de damas a la espera de su conversación.
–Créame si le digo que no se
hacen caminos sobre arenas movedizas. Mejor, puentes –le hablaba como
si aquellos ojos de azabache le hubieran embrujado totalmente, ajeno a sus
compañeros de regimiento, que se divertían persiguiendo a las criadas.
Al joven militar no le importaba que le vieran con
una mujer que, aunque fuera princesa y ahijada de la reina, todos criticaban
por la espalda. Porque era negra, negra como el betún en una sala repleta de
blancos sometidos a una severa doctrina victoriana, clasista y puritana. A
nadie se le podía pasar por la cabeza que un romance entre un blanco y una
negra pudiera formalizarse en un matrimonio de cierta posición social. En cuanto a la sexualidad, todo era tabú y la doble moral era tan ridícula que caía
en el absurdo. Por un lado, la reina ordenaba alargar
los manteles de palacio hasta el suelo para evitar que las patas de las mesas
excitaran el morbo masculino como piernas femeninas, y por otro, la
prostitución de hombres, mujeres y niños iba día a día en aumento. Se
organizaban orgías tanto en burdeles como en salones privados de la alta
sociedad. Una
vida promiscua y frívola ocultaba todo tipo de transgresiones y abusos en los bajos fondos londinenses. El consumo del
opio también estaba prohibido, pero no así su producción e importación, por el
libre comercio con la India, debido a los intereses británicos en sus colonias.
Pura fachada. Lo cierto es que la
esbelta figura de Lady Sarah
deslumbraba sin remedio a todas aquellas personas de buenas costumbres,
pero absolutamente hipócritas. Ella manejaba los modales aristocráticos
con la destreza de una jugadora profesional en un casino: rápida, refinada, con
cintura de avispa, iba amarrando almas al espejismo de su femineidad. Una
figura de ébano viviente.
–Es usted la mujer más bella
que he visto, un capricho con mayúsculas –pronunció su halago en voz baja,
comprobando que la cercanía de su piel la haría definitivamente su diosa.
Por primera vez, bajo un estricto protocolo de castidad bien aprendido para moverse en aquel circo cortesano, a Sarah le brotó por dentro un fuego insumiso y el chispazo le recorrió los circuitos sensoriales de punta a punta, haciendo explotar sus fusibles hormonales. Azorada, sus pezones temblaron como pupilas de placer contra el corsé. Por eso, enmascarando el desconcierto de un fulgor nada usual en sus círculos de etiqueta, actuó con altivez y seducción contenida.
–En realidad, sólo su imaginación moldea este capricho… Para usted, ser princesa de una tribu salvaje debe de ser algo muy exótico y hasta divertido… Quizá por ello insiste en clavarme su mirada y descifrar las marcas que tengo en mi rostro… Pero no, no se equivoque –añadió en tono irónico-, no soy una fiera salvaje ni son cicatrices de ningún cautiverio, son símbolos de mi linaje real –le explicó a su admirador, alargando su cuello de garza rodeado de perlas.
Lo que ocurrió después solo lo saben
las estrellas. Una serie de cartas, ramos de flores y fugaces miradas
clandestinas en los salones de palacio fueron sus únicos medios para
comunicarse. La reina ya había escogido el perfil de esposo ideal para su
ahijada sin consultarle a ella en
absoluto.
–Cuarta noche (sin fiebre)–
Sarah murió de tuberculosis a los treinta y siete años. Por consejo médico, había viajado a Madeira a curarse de la tos persistente que le aquejaba desde niña, pero en lugar de mejorar, fue debilitándose hasta morir un 15 de agosto de 1880. Cada vez más enferma en un sanatorio lejos de su hogar, sin el calor de sus hijos. ¿Dónde estarían Victoria, Arthur y Stella? ¿Quién la habría acompañado en su triste agonía? Desde su retiro atlántico, seguro que revivió los maravillosos días del pasado, el sueño enamorado de su apuesto oficial, todo lo que hizo brincar su corazón antes del compromiso matrimonial. Aquel amor de laberinto era la puerta de entrada a la felicidad como antídoto contra el dolor. Una morada hecha de palabras y caricias. La juventud de la carne, el milagro. Danzaban y reían juntos. Cruzaban las dunas sus caravanas de oro, incienso y mirra... Ella habría querido que al morir la entregaran al mar como el comandante Forbes, pero no respetaron su deseo. Puede que por eso nunca se atrevieran a poner una losa de mármol fría sobre sus restos, para que el salitre le llegara al alma. Con la brisa, por las branquias de la tierra, el hinojo marino le daría de beber todo el oxígeno del océano. Porque ella siempre sería un espíritu libre, una nave orgullosa de su negrura, el Bonetta surcando las olas del más allá y gritando al cosmos su apellido materno adoptivo. Una buena visión de gacela de trescientos sesenta grados sobre una colina de arena. La tierra emergiendo de las aguas. Así quedaría su luz en mi memoria, como el mito yoruba de la creación del mundo.
***
Teresa Iturriaga Osa nace en Palma de
Mallorca en 1961. Comprometida en su juventud con movimientos por la paz y la
no-violencia gandhiana, formó parte de la primera Comunidad del Arca de Lanza
del Vasto creada en España, en la que vivió cinco años. En 1985 se traslada a
vivir a Las Palmas de Gran Canaria, donde reside actualmente.
Tras finalizar la carrera de Traducción e
Interpretación en la ULPGC, en 1999 obtiene el número uno de la Comunidad
Autónoma Canaria por su expediente académico universitario, obteniendo una beca
de cuatro años del Gobierno de Canarias cofinanciada por el Fondo Social
Europeo para la realización de su tesis doctoral centrada en la traducción
especializada del periodismo de viajes en la década de los noventa.
Como Doctora en Traducción e
Interpretación, ha sido invitada a presentar los resultados de su investigación
en seminarios y proyectos europeos de la ULPGC, el CSIC y el Instituto
Cervantes de París.
Ha publicado en prensa, revistas literarias y portales digitales. Dedicada a la gestión cultural, periodismo, sociología, radio, poesía, ensayo, relato, traducción. Directora de los proyectos interculturales Que suenen las olas (Mujeres de Canarias-Marruecos) y Alar de rosas (España-orfanato de Honduras Our Little Roses). Sus libros: Mi Playa de las Canteras, Juego astral, Revuelto de isleñas, Desvelos, Sobre el andén, Gata en tránsito, Campos Elíseos, En la ciudad sin puertas, DeLirium, El oro de Serendip (L’Or de Serendip L’Harmattan ed. francesa), Arden las zarzas y Palabra de Gourmet. Se incluye en varias antologías: Orillas Ajenas, Hilvanes, Fricciones, Ecos II, Doble o nada, París, Mujeres en la Historia I-II-III-IV, Casa de fieras, Pilpil y mojo, Sexo robótico y 2120.
No hay comentarios:
Publicar un comentario