LA CASA AZUL
Nadie sabe lo que duele el querer cuando se esconde, pero se escapa por la piel y la mirada. Durante las horas de oficina, Beatriz amaba a Luis hasta el extremo. Día tras día, le esperaba a la salida del trabajo para despedirse de él como una compañera más. Luis lo sabía, la química era evidente, podía tocarse, inundaba las estancias. Sus mensajes no estaban hechos de palabras, pero sí de un silencio que, al romperse aquel día de octubre, perfumó todo el ascensor.
- Reina, ven esta noche a la playa, quiero desnudarte en el agua -explotó. - Mira que si nos ven juntos, amor… -balbuceó ella pegada a su oído.
A las diez en punto llegaron al paseo. Fueron a bañarse por separado. Como extasiada por la marea, Beatriz se dejó llevar por sus impulsos y olvidó la razón. Se desató el bikini y su melena le ocultó el pecho. Temblaba su desnudez, temerosa de que algún buceador furtivo apareciera bajo las sombras. Nadaron juntos más allá de la orilla. Luego, las leyes del mar dictaron su sentencia y edificaron la pasión. Toda la inmensidad del salitre rodeó el abrazo de los amantes: selló la vida. Los dos sabían que la playa era el único lugar a salvo de las miradas, lejos de los edificios. Aquella fue la primera vez de una serie infinita de besos que enlazarían sus noches con el amanecer. Como único testigo y frente a ellos, la casa azul de los Naranjo reflejaba su envidia sobre el espejo, suspendida en el coral, cómplice del arrecife.
Teresa Iturriaga Osa
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