miércoles, 15 de julio de 2020


EL ALGODÓN SÍ ENGAÑA
Teresa Iturriaga Osa

Foto/ escritoras Teresa Iturriaga y Elisa Rueda

        Aquella mañana de agosto Eva se despertó de mal humor y en menos de dos segundos se puso a discutir con el verano. Eran días de calor asfixiante en La Laguna, cuando el fuego invadía la villa y asentaba su plomo sobre el asfalto con un tedio feroz, momentos en que la temperatura se hacía tan anormal que Eva no podía trabajar, ni comer, ni pensar... Ella contra ella en un incendio de furias. Contaba las horas para que llegara el otoño, la más amable y serena de las estaciones antes de que el cambio climático desbaratara todos los ciclos. Un olor a guayabos maduros iluminaba el aura de una ciudad tan añeja y a la vez tan joven... Arrugas muy bellas que permanecían en las calles que ella había pisado años antes con su amor agarrado a la cintura. Y, a veces, para descargar esa sensación de batalla que le abrumaba el cuerpo, se duchaba con agua fría y se paseaba por su casa en traje de Eva como en una playa. Acababa de mudarse a la calle Carrera y el piso era un caos de cajas, maletas y trastos, pero Eva tenía que ponerse las pilas para dejarlo en condiciones porque esa misma tarde tenía visita. Cándida, su compañera de oficina, la había llamado con la excusa de llevarle unos dulces artesanales, aunque, en realidad, lo que deseaba era fisgar su nueva vivienda. Si alguien merecía el premio a la más puntillosa y cotilla de las mujeres, esa era Cándida, sin ninguna duda. Se había ganado a pulso tal fama porque se sabía al dedillo la vida y milagros del personal. Tenía un modo sibilino y peculiar de entrar en lo privado con las tácticas que suelen seguir las mosquitas muertas. Avanzaba siempre con la desfachatez de su cara de inocencia. Eva, por el contrario, no se metía con nadie y tampoco le gustaba airear su intimidad. Cuando oía rumores sobre una persona, se alejaba del grupo conspirador y no alimentaba la maledicencia. Además, tenía la sabia costumbre de desconectar del trabajo al llegar a su casa que, para ella, era un templo de silencio, ocio y descanso. Un hogar. No una prisión absorbente donde perder el tiempo frotando a destajo con paño y Cristasol. Estaba convencida de que nunca sería una maniática del orden -eso no podía ser bueno para la salud-, sin embargo, Cándida era una mística de la limpieza y estaba segura de que iba a fijarse en mil detalles, realizando visualmente la prueba del algodón en cada uno de ellos, como aquel ridículo mayordomo del anuncio de Tann que se anunciaba en los noventa. Su atenta mirada haría un silencioso recorrido para grabar todas sus miserias. 
      Se lo tomó con mucha calma y, después de varias pasadas de fregona por el salón, fue a buscar el número de teléfono de un restaurante que servía pizzas a domicilio. Entonces, el navegador de google del móvil le marcó una entrada que decía: Cucina & Amore. Ella, curiosa, entró de cabeza en el enlace. Parecía una web de intercambio de recetas entre amantes de la cocina italiana. Un front-end elaborado con fotografías de platos de pasta, salsas, postres... Todo un paseo gastronómico por las delicias de la Toscana. Y, de repente, se quedó blanca, como si hubiera visto una aparición. No podía creérselo, pero entre los vídeos de recetas estaba la mismísima doña Cándida perfecta, mostrando al mundo una pizza que había nombrado “pizza picante”. Le dio al click. Todo parecía normal hasta que la vio desnuda elaborando la masa, medio cubierta por un delantal, trabajando sus atributos de interacción con un desparpajo increíble. Se trataba de un portal de citas online al más puro estilo mediterráneo. Interfaz persona-ordenador que desplegaba su potencial real. Eva soltó una enorme carcajada ante tan colosal descubrimiento. El desliz virtual de Cándida le serviría para relajarse ante su visita. Ahora sí que le daba todo igual, hasta los flecos deshilachados de las cortinas. Estaba muy por encima de las falsas apariencias y de las valoraciones de su compañera rastreadora de errores. Señora de sus virtudes y de sus vicios, se sentía libre de ser ella misma, riéndose del qué dirán. Qué tranquilidad... sin escudos... nada de estrés... como si no fregaba los vasos y los platos del desayuno... Vamos, que no iba a preocuparse en lo más mínimo. Todo aquel mundo de contactos digitales le resultaba muy divertido. 
        Y sonó el timbre. Y llegó Cándida. Y… ¿cómo no?... nada más entrar por la puerta, un latigazo de miradas resonó en el aire tras la bienvenida. Eva sabía que la cocina sería uno de los primeros espacios inspeccionados, por eso, después de pasarla al salón, la dirigió distraídamente hacia allí con su bandeja de pasteles. Dos delantales colgados junto a la puerta y una nota pegada a la nevera fueron suficientes para ahogar cualquier intento de crítica mordaz por parte de Cándida hacia el desorden que cubría la encimera. En el cuaderno podía leerse: “Ver pizza picante en Cucina & Amore”. El azar guiñaba a la vida con increíble naturalidad.

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Relato de la antología "Sexo robótico", M.A.R. Editor, Madrid, 2020.


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