EL ALGODÓN SÍ
ENGAÑA
Teresa
Iturriaga Osa
Foto/ escritoras Teresa Iturriaga y Elisa Rueda
Aquella
mañana de agosto Eva se despertó de mal humor y en menos de dos segundos se
puso a discutir con el verano. Eran días de calor asfixiante en La Laguna,
cuando el fuego invadía la villa y asentaba su plomo sobre el asfalto con un
tedio feroz, momentos en que la temperatura se hacía tan anormal que Eva no
podía trabajar, ni comer, ni pensar... Ella contra ella en un incendio de
furias. Contaba las horas para que llegara el otoño, la más amable y serena de
las estaciones antes de que el cambio climático desbaratara todos los ciclos.
Un olor a guayabos maduros iluminaba el aura de una ciudad tan añeja y a la vez
tan joven... Arrugas muy bellas que permanecían en las calles que ella había
pisado años antes con su amor agarrado a la cintura. Y, a veces, para descargar
esa sensación de batalla que le abrumaba el cuerpo, se duchaba con agua fría y
se paseaba por su casa en traje de Eva como en una playa. Acababa de mudarse a
la calle Carrera y el piso era un caos de cajas, maletas y trastos, pero Eva
tenía que ponerse las pilas para dejarlo en condiciones porque esa misma tarde
tenía visita. Cándida, su compañera de oficina, la había llamado con la excusa
de llevarle unos dulces artesanales, aunque, en realidad, lo que deseaba era
fisgar su nueva vivienda. Si alguien merecía el premio a la más puntillosa y
cotilla de las mujeres, esa era Cándida, sin ninguna duda. Se había ganado a
pulso tal fama porque se sabía al dedillo la vida y milagros del personal.
Tenía un modo sibilino y peculiar de entrar en lo privado con las tácticas que
suelen seguir las mosquitas muertas. Avanzaba siempre con la desfachatez de su
cara de inocencia. Eva, por el contrario, no se metía con nadie y tampoco le
gustaba airear su intimidad. Cuando oía rumores sobre una persona, se alejaba
del grupo conspirador y no alimentaba la maledicencia. Además, tenía la sabia
costumbre de desconectar del trabajo al llegar a su casa que, para ella, era un
templo de silencio, ocio y descanso. Un hogar. No una prisión absorbente donde
perder el tiempo frotando a destajo con paño y Cristasol. Estaba convencida de que nunca sería una maniática del
orden -eso no podía ser bueno para la salud-, sin embargo, Cándida era una
mística de la limpieza y estaba segura de que iba a fijarse en mil detalles,
realizando visualmente la prueba del algodón en cada uno de ellos, como aquel
ridículo mayordomo del anuncio de Tann
que se anunciaba en los noventa. Su atenta mirada haría un silencioso recorrido
para grabar todas sus miserias.
Se lo tomó con mucha calma y, después de varias
pasadas de fregona por el salón, fue a buscar el número de teléfono de un
restaurante que servía pizzas a domicilio. Entonces, el navegador de google del móvil le marcó una entrada
que decía: Cucina & Amore. Ella,
curiosa, entró de cabeza en el enlace. Parecía una web de intercambio de
recetas entre amantes de la cocina italiana. Un front-end elaborado con fotografías de platos de pasta, salsas,
postres... Todo un paseo gastronómico por las delicias de la Toscana. Y, de
repente, se quedó blanca, como si hubiera visto una aparición. No podía
creérselo, pero entre los vídeos de recetas estaba la mismísima doña Cándida
perfecta, mostrando al mundo una pizza que había nombrado “pizza picante”. Le dio al click.
Todo parecía normal hasta que la vio desnuda elaborando la masa, medio cubierta
por un delantal, trabajando sus atributos de interacción con un desparpajo
increíble. Se trataba de un portal de citas online
al más puro estilo mediterráneo. Interfaz
persona-ordenador que desplegaba su potencial real. Eva soltó una enorme
carcajada ante tan colosal descubrimiento. El desliz virtual de Cándida le
serviría para relajarse ante su visita. Ahora sí que le daba todo igual, hasta
los flecos deshilachados de las cortinas. Estaba muy por encima de las falsas
apariencias y de las valoraciones de su compañera rastreadora de errores.
Señora de sus virtudes y de sus vicios, se sentía libre de ser ella misma,
riéndose del qué dirán. Qué tranquilidad... sin escudos... nada de estrés...
como si no fregaba los vasos y los platos del desayuno... Vamos, que no iba a
preocuparse en lo más mínimo. Todo aquel mundo de contactos digitales le
resultaba muy divertido.
Y sonó el timbre. Y llegó Cándida. Y… ¿cómo no?... nada
más entrar por la puerta, un latigazo de miradas resonó en el aire tras la
bienvenida. Eva sabía que la cocina sería uno de los primeros espacios
inspeccionados, por eso, después de pasarla al salón, la dirigió distraídamente
hacia allí con su bandeja de pasteles. Dos delantales colgados junto a la
puerta y una nota pegada a la nevera fueron suficientes para ahogar cualquier
intento de crítica mordaz por parte de Cándida hacia el desorden que cubría la
encimera. En el cuaderno podía leerse: “Ver pizza
picante en Cucina & Amore”. El
azar guiñaba a la vida con increíble naturalidad.
***
Relato de la antología "Sexo robótico", M.A.R. Editor, Madrid, 2020.
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