lunes, 12 de noviembre de 2018



CASA DE FIERAS
Antología de relatos M.A.R. Editor, 2016.


VENENO DE TÓRTOLA
Teresa Iturriaga Osa





Tengo la maldita costumbre
de morder despacio... cuando escribo.
Si no quieres resultar herido,
desvía tus ojos del papel.
Lo siento. Es mi forma de besar.
Lo aprendí en la oscuridad.
(Beso de letras)



        Preguntas sin respuestas asaltaban a Carmen mientras se cepillaba el pelo como todas las mañanas tras su sesión de yoga. Le gustaba recordar los tiempos de La Belle Époque, cuando daba los últimos toques a su maquillaje frente al espejo del camerino. Una a una, repasaba las imágenes de sus actuaciones, años en los que competía en las carteleras con la Duncan, La Argentina y Diaghilev. Había creado La Danza de Anitra, La Danza de la Serpiente, La Danza del Incienso e infinitas coreografías con ritmos africanos, árabes, incas, hindúes. Era adorada en los escenarios más prestigiosos, desde el Wintergarten alemán hasta el Folies-Bergère de París. En cierta ocasión, entre el público del Teatro Romea de Madrid, se encontraba Pío Baroja, que esperaba con angustia la aparición de la diva en escena, hincando sus uñas en el sillón de la fila delantera en un delirio atortolado por la bailarina. El telón fue abriéndose bajo la penumbra de la sala al tiempo que sonaba una música oriental. Parecía un sueño, un espejismo de fuerza salvaje en medio del desierto, pero no, era ella en carne y hueso, la mismísima Carmen Tórtola Valencia, un mito de sensualidad felina y arte en movimiento. De ella emanaba un aura de sacerdotisa, esfinge, medusa, arpía. Era subversiva y misteriosa. Al verla medio desnuda con una piel de leopardo, la audiencia prorrumpió en aplausos y hasta la Pardo Bazán se estremeció ante la reencarnación de Salomé. Ramón del Valle Inclán también soltaría sus demonios en La cara de dios al confesarse bajo el embrujo de la mujer fatal, desastre del que siempre le quedarían vestigios en el cuerpo y en el alma. Eran años de perlas y champán para La Bella Valencia y su fama de Lulú, devoradora de hombres, llenaba los teatros.
        
        Se acercaba la Navidad y Tórtola tenía que contestar varias cartas urgentes. Mantenía correspondencia con ilustres admiradores, amigos escritores y pintores extranjeros. Ya desde niña, en Inglaterra, había estudiado canto y literatura y era una apasionada de las artes y las letras. Se sentó en la mesa del salón con su pluma estilográfica de oro y comenzó a ordenar los papeles para concentrarse en la escritura.

         -A estas horas se despereza el silencio. Su lomo recorre las cuerdas, miles de vientres vacíos. Tiembla a patadas el alma con una mancha de sudor. Y así, día tras día, nace el abismo. ¿Ese es el hombre?- reflexionaba en voz alta.

         -Sí, por desgracia, ese es el hombre, y no parece que vaya a cambiar- le respondió Ángeles desde el balcón.

          -Sin embargo, vida, hay un lugar distinto donde tú y yo nos encontramos... unidas por lazos de seda, collares de nácar, diamantes, anillos y versos en cada nudo de encaje negro y encarnado. Es el mundo de Lilith.

         -Nos ha costado mucho llegar hasta la región del aire... Algunos siguen acechando el firmamento que miramos, esos mil deleites de tus senos hacia la perla hundida de tu ombligo... e inician propósitos obscenos azúcar de fresa y miel de higo... -le dijo con suspicacia, recordando los últimos versos del poema que Rubén Darío había escrito a la bailarina de los pies desnudos.

         -Eso debe darte igual, Angelita. Olvídate de los demás. Nosotras vivimos en la poesía, dentro de un círculo sagrado. Nos bebemos los misterios en copas de vidrio dorado. Hemos aprendido a sobrevivir en espacios fugaces como cometas, ráfagas donde se detiene el instante, ese flash en la oscuridad, rayo procaz donde la sangre se pasea… Aquí donde los árboles mecen su aliento y contienen su paisaje de sombras chinescas...

         -Y yo que estaba tan celosa de aquel príncipe de la India que se lanzó a las aguas del Támesis por ti... Nunca pensé que tus tentáculos llegaran a mí. Tenías una lista interminable de hombres rendidos a tus pies. Hasta el rey Alfonso XIII te rondaba... Parecías una vampiresa insaciable, destructiva, fascinante.

         -Esa máscara de femme fatale formaba parte de mi personaje y absorbió mi alma. ¡Y casi me destruye su veneno letal! Hasta que te conocí y, al instante, me reconocí en ti. Siempre te lo he dicho. Déjame que me muestre: soy yo. Déjame que, desde las sombras, te salude: soy yo. Déjame que te abrace la piel del alma: soy yo. Déjame que te invite a mirarte conmigo, en mi espejo de plata: soy yo.

        -Esa transparencia tuya me cautivó. No tuvimos que hablar mucho para saber lo que sentíamos. Nuestra intimidad es puro zen.


          -Sí. A mí se me conquista por la palabra y el gesto. Incluso, hay atajos que llegan hasta mí por el silencio. Y ahí estás tú. Conmigo.

        En el aire de la tarde otoñal flotaba un pronóstico de lluvia, la luz era perfecta. La cantactriz quería pintar a su joven amiga y amante, Ángeles Magret-Vilá, que había adoptado como hija para guardar las apariencias. Siempre le había pedido que la retratara como lo hizo Zuloaga en aquel cuadro que presidía su salón. En La Maja quedaría inmortalizada la figura y la pose de La Bella Valencia.

         -Recuéstate con un libro en las manos -le dijo, mientras sus ojos verdes de andaluza sonreían con picardía- y quítate todo eso... Detesto los sostenes que aprisionan tus encantos. Si te pinto, ha de ser desnuda, libre.
        
         Le hablaba por señas, a media voz, con una lengua de signos, a esa mujer que tanto quería. Solo ellas dos conocían el significado del fuego silente que ardía en su mirada. Habían aprendido a fingir en todos los idiomas. No eran tiempos para provocar escándalos innecesarios. Su fina inteligencia les hacía sopesar el riesgo de abrir las puertas del armario y profanar su amor de ébano. Así vivieron juntas su destino hasta el final, apartándose astutamente del mundanal ruido. Se instalaron en una casa-torre del barrio de Sarriá en Barcelona, donde Tórtola se entregó a su afición, la pintura. La casa era como un museo de evocaciones. Por todas partes brillaban recuerdos de sus viajes y lujosos regalos que Tórtola había recibido cuando triunfaba en las tournées. Y aquel archivo, que albergaba una increíble colección de antigüedades -obras de arte, miniaturas Art déco, telas, tapices, joyas preciosas, papiros, diseños de moda, sellos, estampas y vitolas-, les sirvió para disfrutar de una singular soltería. Así, cuando llegaban las facturas, no tenían más que vender alguna reliquia.

         Carmen se quedó mirándola fijamente a través de su iris izquierdo. Entró en ella sin nombrarla. El azul le saludó en los labios del alma con un beso. Después mezcló el verde con un rojo sevillano... Relucía tanto en ella que hasta los lunares -percepción de sus diabluras- brincaron sus queremas de emoción hacia lo alto. Las dos eran muy bellas. Formaban un arco de flores péndulo, una comunión de manos blancas, una fresca fragancia de Les fleurs du mal, pura entrega en cuerpo y alma. Noche tras noche, Ángeles deshacía el cabello recogido de su amada, sus cosquillas le hacían gracia y el miedo se alejaba a grandes pasos sacudiendo los iconos oscuros del ayer. Cada caricia peinaba sus rencores como doce muertes de clavel colocadas en el moño de Carmen con orgullo, aplacaba la mímica del dolor, esa sordera del hielo que tantos años las había perseguido. El aroma de Myrurgia impregnaba la estancia, sonaba una música de guitarras mientras Ángeles posaba desnuda sin rubor en su vuelo de risas, tumbada en la chaise-longue, leyendo y descifrando los arabescos de Kahlil.



         Entraron los meses del frío. Con los años, Ángeles se había recuperado de su grave enfermedad desde que la bailarina hiciera la promesa de retirarse de los escenarios si la joven sanaba. Paradojas del destino: la más débil se adaptó al clima húmedo de Barcelona, pero ese invierno Tórtola enfermó de pulmonía. Día y noche, Ángeles la cuidó con fervor hasta el día en que murió en sus brazos a causa de una insuficiencia cardíaca, un fatídico 13 de febrero de 1955.

         Aquella mañana, la tristeza cubrió el cielo y un coro de gaviotas cantó su retirada. La tormenta, finalmente, rompió aguas sobre la Ciudad Condal. Esta vez no pasaría de largo buscando otros nidos. Llovía el silencio más herido. Un golpe brutal. En el 232 de la calle Major de Sarriá, las contraventanas se cerraron a cal y canto con el murmullo de las tórtolas. Se apagaron las risas de los niños en la plaza. Al cementerio de Poble Nou solo acudieron sus familiares y amigos más cercanos. Poco más se supo de Ángeles. Algunas gentes del lugar vieron salir de la casa a una mujer cubierta con un manto púrpura y la mirada perdida. Olvidar, caminar y no mirar atrás fue para su heredera la única forma de seguir arrastrando los pies... Pasar página y desaparecer. ¿Pero cómo respirar sin ella y arreglarse para el festín del día a día? ¿Cómo recobrar la ilusión de la tarde, cuando leían Las mil y una noches entre sábanas, enroscadas hasta el amanecer? ¿Cómo hacer que el duende llegara otra vez al tálamo de orgasmos de su vida? Nada más difícil.



********




No hay comentarios:

Publicar un comentario