CASA DE FIERAS
Antología de relatos M.A.R. Editor, 2016.
VENENO DE
TÓRTOLA
Teresa
Iturriaga Osa
Tengo
la maldita costumbre
de
morder despacio... cuando escribo.
Si
no quieres resultar herido,
desvía
tus ojos del papel.
Lo
siento. Es mi forma de besar.
Lo
aprendí en la oscuridad.
(Beso de letras)
Preguntas
sin respuestas asaltaban a Carmen mientras se cepillaba el pelo como todas las
mañanas tras su sesión de yoga. Le gustaba recordar los tiempos de La Belle
Époque, cuando daba los últimos toques a su maquillaje frente al espejo del
camerino. Una a una, repasaba las imágenes de sus actuaciones, años en los que
competía en las carteleras con la Duncan, La
Argentina y Diaghilev. Había creado La Danza de Anitra, La Danza
de la Serpiente, La Danza del Incienso e infinitas coreografías con ritmos
africanos, árabes, incas, hindúes. Era adorada en los escenarios más
prestigiosos, desde el Wintergarten alemán
hasta el Folies-Bergère de París. En cierta ocasión, entre el público del Teatro
Romea de Madrid, se encontraba Pío Baroja, que esperaba con angustia la
aparición de la diva en escena, hincando sus uñas en el sillón de la fila
delantera en un delirio atortolado por la bailarina. El telón fue abriéndose
bajo la penumbra de la sala al tiempo que sonaba una música oriental. Parecía
un sueño, un espejismo de fuerza salvaje en medio del desierto, pero no, era
ella en carne y hueso, la mismísima Carmen Tórtola Valencia, un mito de
sensualidad felina y arte en movimiento. De ella emanaba un aura de sacerdotisa,
esfinge, medusa, arpía. Era subversiva y misteriosa. Al verla medio desnuda con
una piel de leopardo, la audiencia prorrumpió en aplausos y hasta la Pardo
Bazán se estremeció ante la reencarnación de Salomé. Ramón del Valle Inclán
también soltaría sus demonios en La cara de dios al confesarse bajo el
embrujo de la mujer fatal, desastre del que siempre le quedarían vestigios en
el cuerpo y en el alma. Eran años de perlas y champán para La Bella
Valencia y su fama de Lulú, devoradora de hombres, llenaba los teatros.
Se acercaba la Navidad y Tórtola tenía
que contestar varias cartas urgentes. Mantenía correspondencia con ilustres
admiradores, amigos escritores y pintores extranjeros. Ya desde niña, en
Inglaterra, había estudiado canto y literatura y era una apasionada de las
artes y las letras. Se sentó en la mesa del salón con su pluma estilográfica de
oro y comenzó a ordenar los papeles para concentrarse en la escritura.
-A estas horas se despereza el
silencio. Su lomo recorre las cuerdas, miles de vientres vacíos. Tiembla a
patadas el alma con una mancha de sudor. Y así, día tras día, nace el abismo.
¿Ese es el hombre?- reflexionaba en voz alta.
-Sí, por desgracia, ese es el hombre,
y no parece que vaya a cambiar- le respondió Ángeles desde el balcón.
-Sin embargo,
vida, hay un lugar distinto donde tú y yo nos encontramos... unidas por lazos
de seda, collares de nácar, diamantes, anillos y versos en cada nudo de encaje
negro y encarnado. Es el mundo de Lilith.
-Nos ha costado
mucho llegar hasta la región del aire... Algunos siguen acechando el firmamento
que miramos, esos mil deleites de tus senos hacia la perla hundida de tu
ombligo... e inician propósitos obscenos azúcar de fresa y miel de higo... -le
dijo con suspicacia, recordando los últimos versos del poema que Rubén Darío
había escrito a la bailarina de los pies desnudos.
-Eso debe darte
igual, Angelita. Olvídate de los demás. Nosotras vivimos en la poesía, dentro
de un círculo sagrado. Nos bebemos los misterios en copas de vidrio dorado.
Hemos aprendido a sobrevivir en espacios fugaces como cometas, ráfagas donde se
detiene el instante, ese flash en la oscuridad, rayo procaz donde la
sangre se pasea… Aquí donde los árboles mecen su aliento y contienen su paisaje
de sombras chinescas...
-Y yo que estaba
tan celosa de aquel príncipe de la India que se lanzó a las aguas del Támesis
por ti... Nunca pensé que tus tentáculos llegaran a mí. Tenías una lista
interminable de hombres rendidos a tus pies. Hasta el rey Alfonso XIII te
rondaba... Parecías una vampiresa insaciable, destructiva, fascinante.
-Esa máscara de femme
fatale formaba parte de mi personaje y absorbió mi alma. ¡Y casi me
destruye su veneno letal! Hasta que te conocí y, al instante, me reconocí en
ti. Siempre te lo he dicho. Déjame que me muestre: soy yo. Déjame que, desde
las sombras, te salude: soy yo. Déjame que te abrace la piel del alma: soy yo.
Déjame que te invite a mirarte conmigo, en mi espejo de plata: soy yo.
-Esa transparencia
tuya me cautivó. No tuvimos que hablar mucho para saber lo que sentíamos.
Nuestra intimidad es puro zen.
-Sí. A mí se me
conquista por la palabra y el gesto. Incluso, hay atajos que llegan hasta mí
por el silencio. Y ahí estás tú. Conmigo.
En el aire de la tarde otoñal flotaba un pronóstico de lluvia, la luz era perfecta. La cantactriz quería pintar a su joven amiga y amante, Ángeles Magret-Vilá, que había adoptado como hija para guardar las apariencias. Siempre le había pedido que la retratara como lo hizo Zuloaga en aquel cuadro que presidía su salón. En La Maja quedaría inmortalizada la figura y la pose de La Bella Valencia.
-Recuéstate con un libro en las manos -le dijo, mientras sus ojos verdes de andaluza sonreían con picardía- y quítate todo eso... Detesto los sostenes que aprisionan tus encantos. Si te pinto, ha de ser desnuda, libre.
Le hablaba por señas, a media voz, con
una lengua de signos, a esa mujer que tanto quería. Solo ellas dos conocían el significado del fuego
silente que ardía en su mirada. Habían aprendido a fingir en todos los idiomas.
No eran tiempos para provocar escándalos innecesarios. Su fina inteligencia les
hacía sopesar el riesgo de abrir las puertas del armario y profanar su amor de
ébano. Así vivieron juntas su destino hasta el final, apartándose astutamente
del mundanal ruido. Se instalaron en una casa-torre del barrio de Sarriá en
Barcelona, donde Tórtola se entregó a su afición, la pintura. La casa era como
un museo de evocaciones. Por todas partes brillaban recuerdos de sus viajes y
lujosos regalos que Tórtola había recibido cuando triunfaba en las tournées.
Y aquel archivo, que albergaba una increíble colección de antigüedades -obras
de arte, miniaturas Art déco, telas, tapices, joyas preciosas, papiros,
diseños de moda, sellos, estampas y vitolas-, les sirvió para disfrutar de
una singular soltería. Así, cuando llegaban las facturas, no tenían más que
vender alguna reliquia.
Carmen se
quedó mirándola fijamente a través de su iris izquierdo. Entró en ella sin
nombrarla. El azul le saludó en los labios del alma con un beso. Después mezcló
el verde con un rojo sevillano... Relucía tanto en ella que hasta los lunares
-percepción de sus diabluras- brincaron sus queremas de emoción hacia lo alto.
Las dos eran muy bellas. Formaban un arco de flores péndulo, una comunión de
manos blancas, una fresca fragancia de Les fleurs du mal, pura entrega
en cuerpo y alma. Noche tras noche, Ángeles deshacía el cabello recogido de su
amada, sus cosquillas le hacían gracia y el miedo se alejaba a grandes pasos
sacudiendo los iconos oscuros del ayer. Cada caricia peinaba sus rencores como
doce muertes de clavel colocadas en el moño de Carmen con orgullo, aplacaba la
mímica del dolor, esa sordera del hielo que tantos años las había perseguido.
El aroma de Myrurgia impregnaba la estancia, sonaba una música de
guitarras mientras Ángeles posaba desnuda sin rubor en su vuelo de risas,
tumbada en la chaise-longue, leyendo y descifrando los arabescos de
Kahlil.
Entraron los meses del frío. Con los
años, Ángeles se había recuperado de su grave enfermedad desde que la bailarina
hiciera la promesa de retirarse de los escenarios si la joven sanaba. Paradojas
del destino: la más débil se adaptó al clima húmedo de Barcelona, pero ese
invierno Tórtola enfermó de pulmonía. Día y noche, Ángeles la cuidó con fervor hasta el día en que murió en sus brazos
a causa de una insuficiencia cardíaca, un fatídico 13 de febrero de 1955.
Aquella mañana, la tristeza cubrió el
cielo y un coro de gaviotas cantó su retirada. La tormenta, finalmente, rompió
aguas sobre la Ciudad Condal. Esta vez no pasaría de largo buscando otros
nidos. Llovía el silencio más herido. Un golpe brutal. En el 232 de la calle
Major de Sarriá, las contraventanas se cerraron a cal y canto con el murmullo
de las tórtolas. Se apagaron las risas de los niños en la plaza. Al cementerio
de Poble Nou solo acudieron sus familiares y amigos más cercanos. Poco más se
supo de Ángeles. Algunas gentes del lugar vieron salir de la casa a una mujer
cubierta con un manto púrpura y la mirada perdida. Olvidar, caminar y no mirar
atrás fue para su heredera la única forma de seguir arrastrando los pies...
Pasar página y desaparecer. ¿Pero cómo respirar sin ella y arreglarse para el
festín del día a día? ¿Cómo recobrar la ilusión de la tarde, cuando leían Las
mil y una noches entre sábanas, enroscadas hasta el amanecer? ¿Cómo hacer
que el duende llegara otra vez al tálamo de orgasmos de su vida? Nada más
difícil.
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