sábado, 22 de agosto de 2015


Ali y la gran ballena azul

CUENTO
 
Teresa Iturriaga Osa



 

   
Ilustraciones: Cheres Espinosa

       Había una vez una niña que, de tanto pensar en panteras, un día, se convirtió en pantera. La niña se llamaba Ali, y dice la leyenda que todo sucedió porque, al quedarse dormida por la noche, su imaginación salía a pasear por las tierras rojas de los sueños. Claro, desde pequeñita, su mamá siempre le decía eso antes de acostarse:
-Hija, en la vida deberás ser tan fuerte y valerosa como una pantera.
        Y, en verdad, su deseo se hizo realidad.
        En sus sueños, Ali divisaba con mucha claridad las selvas en la lejanía, y tan fuerte era su sensación de realidad, que al despertarse comprobaba cómo una bandada de pájaros exóticos había venido a visitarla durante la noche, descargando un montón de plumas y flores multicolores sobre su cama. De día, Ali miraba el horizonte desde su ventana e imaginaba cuáles eran los senderos que conducían hasta la selva a través de las nubes; y al anochecer, deseaba con toda su alma seguirlos. Pero ella sabía muy bien que eso era algo que una niña de carne y hueso no podría hacer nunca, era demasiado peligroso caminar sola de noche fuera de la ciudad y, por esa razón, deseaba convertirse en pantera. Cierto, si quería ser feliz, a Ali no le quedaba más remedio que comportarse como una niña de día y transformarse en pantera al llegar la noche.
       Ali vivía con su familia en una pequeña ciudad situada en la costa del Índico. Se pasaba el día jugando con sus hermanos y hermanas por la playa, subiéndose a las rocas, dejándose caer por la arena... no conocía el miedo... Hasta que un día, apenas sin darse cuenta del riesgo de la marea, se subió a una roca y una ola la derribó, empujándola hacia el fondo del mar.
 
 
 
 
 
        Después de nadar y nadar durante días, Ali vio que se abría el cielo sobre una playa de arena blanca, la más hermosa bahía con una luz de coral jamás vista. Volvió a sumergirse para comprobar que no estaba soñando y, en un agujero muy profundo de la tierra submarina, pudo ver que unas medusas guardaban la entrada de una gruta de cristal. Y, sin pensárselo dos veces, hacia allí se dirigió. Sin embargo, Ali no se había dado cuenta de que la gruta donde había entrado no era sino la enorme boca de una ballena dormida; porque allí, precisamente, donde la tierra se junta con el cielo, pasaba sus inviernos la gran ballena azul.

Desesperada al darse cuenta de que estaba atrapada en el vientre del gran animal, Ali le chilló muy enfadada:

-¿Por qué me has engañado de esta manera? ¡Déjame salir! ¡Yo no soy un pez! ¡Escúchame! ¿Me oyes? ¡Que soy yo! ¡Soy Ali, la pantera!

A lo que la ballena respondió:

-Sí, lo sé. Eso ya lo sé, pero no chilles tanto. Y dime, Ali, la pantera... ¿tú qué sabes hacer?, ¿tienes algún don especial?

 
 
Ali estaba enfurecida y no tenía ganas de hablar con la ballena, pero, al final, le contestó:
 
 
-Yo sé cantar y bailar, aparte de otras muchas cosas que a ti no te interesan. Yo no te conozco de nada y no tengo por qué darte explicaciones. Y ahora, ¡quieres hacerme el favor de sacarme de una vez de tu barriga!
La gran ballena azul puso una cara muy rara y, al cabo de unos instantes, volvió a dirigirse a la pantera con voz burlona:
 
 
-Te dejaré marchar si prometes compartir conmigo tu baile y tu canto. Necesito un poco de alegría en mi aburrida vida de invierno y creo que tú y yo podríamos ser buenas amigas.
 
 
         ¡Lo que le faltaba a la pobre Ali! Pero, bueno, de algún modo, ella sabía que lo que decía la ballena era verdadero, así que se sintió bastante aliviada por haber podido salvar al menos la vida. Durante varios días, Ali bailó y bailó en el vientre de la gran ballena azul hasta que consiguió hacerle reír. Tanto se lo agradeció la ballena que le regaló un grupo de caballitos de mar que le atenderían en todos sus caprichos. Y mira que Ali era caprichosa... Entre sus diversiones, se hacía preparar la cama en una cómoda terraza situada entre las costillas de la gran ballena azul, muy cercana al espacio de su ombligo. La verdad es que Ali disfrutaba de una hermosa sala de espectáculo, rodeada de todo un séquito de hipocampos y sentada sobre unos preciosos cojines indios hechos con seda de Madrás. Delante de su cama, existía un corredor que se hundía en una especie de volcán sumergido por donde veía entrar y salir -como en una película de cine- los alimentos que la ballena iba capturando. Algas, maderas, rocas, peces, cangrejos, lapas, caracolillos, erizos... todo iba pasando por delante de sus ojos hacia la despensa del gran animal. Después, como una reina cansada de atender tantas imágenes, Ali se dormía envuelta en alfombras de húmeda vellosidad.

 
 
 
 
        Fue pasando el tiempo y Ali se hizo un poco más mayor. Su deseo de volver al mundo terrestre iba en aumento, sobre todo, desde el instante en que la primavera hizo su aparición en el arrecife. Así que, un día, al amanecer, mientras la ballena se desperezaba de su letargo, Ali aprovechó un momento de descuido y asomó su linda cabecita entre los dientes y la lengua del animal. Entonces, quiso ver el mundo. Así que, sin despedirse siquiera de la gran ballena azul, salió corriendo de su boca, disparada hacia la luz. Una vez en la superficie, Ali vio que todo brillaba y brillaba... y, al mirarse en el agua esmeralda de la playa, se dio cuenta de que había perdido su apariencia de pantera. Ali se había convertido en una hermosa mujer.
 
 
 
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