sábado, 13 de junio de 2020


ORNATO PARA UNA COBRA
               
                                (...) tú, Romano, recuerda que debes regir los pueblos con tu imperio, 
                                       éstas serán para ti las artes: imponer la costumbre de la paz, acoger 
                                       a los sometidos, abatir a los soberbios. (VI 847 ss.)
                                                                           



Flexible y secreta. Así decían los papiros. Cleopatra era una mujer atractiva e inteligente, con una mente capaz de viajar por el aire a la velocidad de un halcón. En un mundo de hombres, ella destacaba por su carácter de nube ardiente, de naturaleza solar, por su adaptabilidad femenina de larga respiración, cualidad que la salvaba del polvo bajo las aguas del Nilo. Le gustaba bailar como si fuera un cuerpo estelar, dejándose llevar por el ritmo de la música, desbordando un número infinito de formas latentes. Una llama de movimiento reptoide recorría su columna vertebral y estimulaba su sed de misterio. No en vano su fuego psíquico había seducido a Julio César y a Marco Antonio, dos de los principales generales del Imperio romano, más allá de las fronteras de Egipto.

(...)

No podía quitarse de la cabeza la última vez que vio a la reina de Egipto en todo su esplendor, coronada con el uraeus en forma de cobra dorada que le confería un aire de amenaza y superioridad. La altura del tocado realzaba la belleza de su rostro con el áspid sagrado erguido sobre la frente y sus joyas con piedras preciosas engarzadas en collares, anillos, pendientes o brazaletes, le servían de amuleto protector. Conocía la magia de las esmeraldas, las ágatas, las amatistas, las turquesas y los cuarzos en relación con la astrología. Y el soberbio maquillaje, con un sombreado de cejas y párpados, delineando sus ojos de azul con polvo de lapislázuli, acentuaba su mirada de ofidio. La transparencia de sus escasos vestidos descubría su pecho derecho en un guiño de coquetería, ceñida con un cinturón de cuentas de cornalina, que se abría sin costuras por debajo de sus caderas en un revuelo de gasas libres de vello. El aceite de alcanfor brillaba sobre su piel perfectamente depilada y embadurnada hasta los pies. De sus perfumes y ungüentos, se decía que su fragancia impregnaba las estancias de palacio y deshacía miedos ocultos. Cleopatra era consciente de su fuerza y de su gran capacidad de contacto, una emperatriz que dejaba a los hombres sin aliento y hacía estallar sus sentidos en las más variadas formas. Su voz irresistible entraba y salía de ellos a su antojo, dominaba el tono de las emociones en cinco idiomas y, como la diosa Isis, se paseaba dulce y voluptuosa por todos sus campos cósmicos. Su educación más allá de la política, en las ciencias y las artes, era exquisita. Y ciertamente, no tenía rival en el lecho. De manera que Octavia, en un arranque contra el repudio marital, dio rienda suelta a su imaginación con el firme propósito de innovar su apariencia personal, mejor armada para la reconquista.

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Fragmentos del relato de Teresa Iturriaga Osa  
Próxima edición M.A.R. Editor, Madrid.


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