martes, 19 de septiembre de 2017


Anthurium Tremens
 
 
 
           Recuerdo que se abrió la puerta del ascensor en la planta 23 del AC Hotel Gran Canaria y entré en el restaurante. En cuestión de segundos, hice una inmersión en su estanque de ambiente exquisito y fui deslizándome suavemente por la sala. El lenguaje minimalista me cogió del brazo y me llevó hacia una mesa. Me absorbió el silencio, la decoración sensual del templo viviente, las ofrendas se movían entre colores ikebana y grandes espacios de luz. Sonaba una música de fondo con una voz femenina en francés que, instantáneamente, me trasladó a un elegante café de París. Orquídeas. Giverny. Monet. La Tour Eiffel. Avancé entre ondas por un túnel sinuoso de ficción y realidad, pero yo seguía allí. Lo sabía porque ese savoir-faire interior se completaba con una impresionante vista panorámica de la ciudad: Las Palmas de Gran Canaria. Mi ciudad. Y desde allí, todo hay que decirlo, la veía como nunca, fantástica a sus años, una ciudad madura de los pies a la cabeza, con la solera de sus arrugas portuarias y esa vida salvaje que escondía su litoral. Gris y amarilla, azul. Cetácea. Me era difícil dibujar su belleza, pero al alejarme de ella, la descubría en la distancia y reconocía su perfección. Era la ciudad sin cicatrices que reposaba su sueño a mis pies. Abducida, me dejé transportar por el aire, como a vista de pájaro, suspendida sobre las ramas de un gran tronco milenario... en la cima de un tepui, una montaña-isla en medio de la selva. No sabía si pedirme un martini bianco o un café... Estaba en la gloria. Esa era la sensación que siempre se me quedaba en el cuerpo con las nuevas miradas que me abrían las puertas de los sentidos. Miradas. Siempre las miradas. Más tarde, vinieron a mí los aromas, fueron llegando los sabores y, sin duda, la bienvenida y el trato amable de las gentes de Anthuriun.

 
Teresa Iturriaga Osa / DeLirium / Ed. La vocal de Lis, 2017.
 

 
 

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