viernes, 15 de julio de 2011

RELATO

AREPAS EN EL HOTEL CUNE



Teresa Iturriaga Osa







                                                              Ilustración: Sira Ascanio





Las dos amigas habían quedado en el bar del club náutico después de las vacaciones para hablar de sus amores del verano. Nadie sabe lo que realmente sucedió aquel día… pero algo cósmico se salió de lo normal… probablemente, fue la luna llena, que mantenía despierta la ciudad desde hacía una semana.



Soraya era una mujer muy hermosa, de esas mujeres que en plena madurez despliegan la elegancia a su paso, como si un derroche de buen vino se rebosara de su interior añejo, curado, posado. Sin embargo, no siempre fue así. En su juventud, había cometido las tonterías que todo mortal conoce cuando las burbujas de la pasión asoman por el aire. Había perdido la cuenta de todos sus admiradores y amantes. Ahora bien, aquella tarde, la confesión de sus anhelos ante los ojos asombrados de Susana, sobrepasaría los límites de lo anecdótico para convertirse en pura leyenda, una historia de ficción.



- ¿Qué vino pedimos? -preguntó Soraya.



- Como siempre, un rioja suave –murmuró Susana.



- Sólo tienen Coto y Cune en botella pequeña.



- Yo prefiero Cune, es el vino que le gusta a mi madre.



- Vale, entonces, una tapa de croquetas y una de pulpo a la gallega.



Brindaron por la vida y el primer sorbo de vino invadió de aromas la terraza. Soraya empezó a hablar precipitadamente, como si le fuera la vida en ello, como si tuviera que contar en tres minutos un secreto que la tenía hablando sola desde hacía muchos años.



Susana permanecía atónita, escuchaba la historia de su amiga con preocupación porque no la veía muy sana de la cabeza, todo lo que salía de su boca le parecía un dislate. Era septiembre, concretamente, el día 24 de septiembre de 2009, pero Soraya había trascendido las coordenadas del espacio-tiempo y divagaba sobre los rumbos de un amor que se le quedó clavado en la memoria. Jorge, se llamaba Jorge Massana. Un empresario de la construcción oriundo de Andorra que recaló en Gran Canaria en los años del boom turístico, hacia los años setenta. Durante veinte años, hizo una gran fortuna en el Sur vendiendo apartamentos como rosquillas y, después, sin dar explicaciones, desapareció.



Nadie podría creerse que a una mujer con tanto mundo en el alma le sucediera algo así, pero el caso es que, desde entonces, Soraya tenía la sensación de que el tiempo se había detenido en aquel escenario en el que un día de septiembre se conocieron y que, año tras año, pisaba para no envejecer. Le confesó a Susana que había ido al café que fue testigo de sus bodas invisibles porque allí celebraba un aniversario solitario que todo el mundo desconocía, pero a ella la mantenía viva.



- Porque desde el día en que le conocí, el mundo ha girado solamente para traerlo hasta aquí.



- No acabo de entenderte…



- Sí. Mira… Me siento en nuestra mesa. La terraza rezuma gotas de una brutal primavera. Se agitan insectos, larvas, mariposas, polen de flores. Los rayos del sol me traspasan los brazos y se ensañan con el brazalete de ónix que me arde como un volcán.



- ¿Me quieres decir que ahora viajas en la máquina del tiempo?



- En efecto, tal como suena, así es.



- Soraya, no sigas… Hace rato que te he perdido, baja de la nube y cuéntame más cosas de este verano… ¿Al final te fuiste a Roma?



- Eso luego te lo cuento. Tú escúchame. ¿Lo ves? Está ahí. Jorge ha vuelto. Somos dos extraños, uno frente al otro, a la espera de encontrarnos: él no se atreve a pedirme que le quiera, yo no me atrevo a pedirle que me ame, ¿cómo olvidarlo?



- Y dale… pero mira que eres pesada… venga, déjalo ya, tu juego me está poniendo muy nerviosa.



- Ahora vuelvo a tener la apariencia de entonces, vestida de color verde y negro, me observo en el escote un lazo de raso, lencería que le sirve a mi pecho de alféizar, zapatos negros de tango, pantalón negro ajustado, amatistas. Su camisa vaquera compite con el color del cielo para que yo deje de mirarlo, está nervioso, no deja de mover las manos, habla... me pide sus gafas de sol, el mechero, fuma, ¿cómo olvidarlo?



- Te lo advierto: no pienso seguirte en tu paranoia. Si sigues por ese camino, me largo ahora mismo. Tú verás lo que haces.



Susana giró la mirada y se puso a escuchar las conversaciones de los hombres sentados a su espalda. Era más divertido que atender los desvaríos de su amiga Soraya. Uno de ellos explicaba cómo se hacían las arepas que él cocinaba mejor que nadie. Luego, discutían sobre la harina y sobre cómo había que dejar la mezcla ralita para que quedaran finitas, que así era como le cogía uno adicción a las arepas, afirmaba el gran chef. Una verdadera oda a la cocina isleña se levantaba entre murmullos de hombres enardecidos por su buen paladar. Nadie estaba de acuerdo con él, pero cualquiera le bajaba del burro...



- Así me decía mi madre que se comían las arepas... cómetelas mi niño... cómetelas todas...



- Ay, las mujeres... a mí me gustan así...



- Me hablaron el otro día de una arepa reina... bajé por un barranco, chico... ay... pues de ahí para abajo la encuentras...



- Pero hay que comérsela fría... te lo digo yo.



Dejando atrás ese diálogo de ansiedades masculinas, Susana intentó volver a la conversación que tenía pendiente con su amiga Soraya. Entonces, le llegó un lamento. Un vendedor de bonoloto se iba acercando con una canción que le sacudió el corazón con su triste cadencia. Los demás ya estaban acostumbrados y no le hicieron caso. Quién sabe si él la disfrutaría más que nadie. La vida. Su rostro envejecido se convirtió en el único paisaje del presente.



- Un euro soolameeente, señorita... ayuúdeme... por favor... un euro soolameeente... ayuúdeme... por favor.



Le quedaban dos boletos. Soraya no pudo resistirse a su súplica y se los compró. Por fin se hizo el silencio. Era la hora de cenar y, en la terraza, sólo quedaban cinco personas, cada una con su película.



- Por favor, Susana, ayúdame a mí también como a ese pobre hombre… escúchame en mi desgracia, sólo una vez, te lo prometo.



Quizá fuera el vino, quizá la luna, quizá la compasión que se desata como un viento cálido cuando menos se espera… el caso es que Susana empezó a escuchar la voz del pasado de aquella mujer perdida de amor por un hombre que nunca la entendió.



-Tienes razón, Soraya, pero… ¡qué bruta soy! Sí, dime, anda, cuéntame… Nunca me habías mencionado a Jorge ni nada de esto que te ocurre…



Poco a poco, Soraya fue relatando su locura a su amiga en voz baja. Todo había comenzado en el club de natación, cuando Jorge la invitaba a diario a tomar un café mientras sus hijos entrenaban en la piscina. Lo que parecía un simple flirteo a primera vista, fue convirtiéndose en una amistad profunda, una laguna de aguas mansas donde pusieron a descansar sus corazones inquietos. Nada de apasionamientos se dijeron los dos, ¿pero quién es capaz de dirigir con sensatez los pasos del amor? Jorge estaba decidido a casarse con ella si fuera necesario, sin embargo, Soraya no acababa de ver clara la relación y, aunque no dudaba de la química, temía comprometerse con un hombre y perder su libertad para siempre. Por eso, decidieron vivir cada cual en su casa, Dios en la de todos y verse muy de vez en cuando para no necesitarse demasiado y, de paso, avivar la llama del deseo con la distancia.



La relación se mantuvo así durante dos años hasta que a Jorge se le metió en la cabeza que no le gustaba vivir solo y que los momentos sin Soraya se le hacían cada vez más insoportables. Pensó que la mejor estrategia para ir acostumbrándola a su vida doméstica sería invitarla a cenar a casa todos los viernes. Se sacó el pretexto de la crisis para no gastar en restaurantes caros y se apuntó a un curso de cocina tailandesa para sorprenderla con sus creaciones.



Cada vez que Soraya acudía a su apartamento de la calle Galicia, él le pedía de rodillas que se quedara a dormir con él, pero ella no cedía ni loca por miedo a convertirse en una colgada como ya le había ocurrido en otras ocasiones. No obstante, una noche de invierno, el ruego de Jorge consiguió conmover los pilares de su tierra femenina y, sin saber muy bien por qué, finalmente, accedió. Habían dado las dos y media de la mañana. Era tarde. Él se acostó más contento que unas castañuelas mientras Soraya se preparaba en el cuarto de baño. Tardó unos diez minutos. Después del ritual, ella entró en la habitación deseosa de encontrar a un Jorge impaciente en el tálamo, pero para su sorpresa, oyó sus ronquidos profundos y, automáticamente, su libido cayó en picado.



- Oye, ¿me estás escuchando? –Soraya no podía aceptar el silencio por respuesta.



Un remolino de furia y decepción se le metió en el cuerpo como un mal viento. Ni el diablo de Tasmania se habría vestido tan rápido como ella en dos minutos. Salió a tientas de la habitación para no sobresaltar el plácido descanso del dueño que dormía a pierna suelta con la certeza de su concubina en palacio. Al llegar a la entrada, no quiso encender la luz del hall, pero entonces se dio cuenta de que el señor de la casa había quitado las llaves de la puerta. Normalmente, las dejaba encima del aparador del salón, así que Soraya tuvo que retroceder por el pasillo a oscuras adivinando el trazado del mobiliario hasta que las consiguió. Abrió la puerta blindada, cerrada con tres vueltas de llave, y respiró aliviada cuando se vio fuera del redil. No había reparado en que el bolso, con sus llaves de casa, dinero, tarjetas, carné de identidad, etc., se le había quedado dentro. No podía llamar a nadie para que fuera a recogerla a esa hora tan intempestiva y no estaba dispuesta tampoco a claudicar en su libertad de marcharse despertando otra vez al carcelero.



De manera que empezó a caminar sin pensar en los peligros de la noche hasta que encontró un hotel a escasos metros del Mercado Central. Allí pidió una habitación y vivió el sueño más feliz de su vida como una presa que acababa de escaparse de Guantánamo. Y, para celebrar su gran evasión, abrió una botellita de champán del mini-bar, se metió en la cama y terminó de ver una película de Jacqueline Bisset que emitían por canal satélite de madrugada. El resto del desaguisado lo arregló su hijo al día siguiente cuando pagó la factura del hotel y la subió hasta su casa.



Aquello fue el final de su idilio con Jorge, porque los dos entendieron que no estaban hechos el uno para el otro de la forma en que él quería. Veían el mundo muy diferente. Al tiempo, Soraya se enteró de que su ex se había vuelto a casar con una señora catalana y de que vivían en Tarragona en un gran chalé con sus respectivos hijos. Él buscaba una madre, una esposa a la manera tradicional, y ella no era apta para el puesto. Aún así, nunca le olvidó, a ella le habría gustado seguir siendo su amante, libre, sin ataduras oficiales, algo casi imposible. De hecho, en varias ocasiones, ella insistió en invitarle a su casa para hablar y aclararle que no se trataba de un rechazo físico, que no dudara de su atracción sexual, pero que intentara también comprender su miedo a la dependencia emocional. No tuvo éxito.



Tras escuchar las confidencias de su amiga, Susana se quedó muy pensativa. Fue entrando por el umbral de la vida interior y allí se quedó. Flotó como una cometa y fue ascendiendo a otro nivel en un ascensor de emociones e imágenes con las risas de los niños que jugaban entre las barcas.



- Dime, Susana, ¿acaso a mí me ha servido todo esto? Lo que llevo aquí dentro. Esta esquina preñada de mi alma – Soraya explotó.



- No sé, Soraya, yo no sé… -Susana intentaba calmarla.



- Calcula tú el tiempo. Le grité que me estaba muriendo, pero no le llegó mi mensaje. Desde entonces, vivo aún bajo el aliento del agua.



- ¿Y por qué nunca se lo dijiste?



- Sospecho que él no sospecha, como dice la canción de Marta Valdés, nunca pudo imaginarse que lo mío fuera tan fuerte… pero yo le respiro ahora, aquí sentada, reausente del sueño, en esta terraza donde nada y todo ha pasado entre ternura y crueldad.



- Has sufrido mucho, y eso no es bueno, lo sabes. ¿Por qué no vas a un especialista y empiezas una terapia?



- Escucha... escucha… de aquel viento ya sólo nos quedan los mástiles, cortados, amputados de un cielo de miradas. Mira… escucha cómo ruge la maquinaria del puerto, gente, mercancías, grúas, tristes veleros a la espera de un sorbo de locura.



- Sí, claro, claro que lo estoy escuchando… Venga, querida, pide otra botella de vino… será mejor que bebamos para curarnos las penas, a ver si las ahogamos para siempre y cambiamos de chip.

- ¡Ja! ¿Te lo puedes creer?



- ¿Qué? ¿Qué pasa?



- Que… a cambio de un beso, se ha puesto a soñar con Jorge mi copa de Cune abandonada…




                                                                              ***


Relato del libro Revuelto de isleñas, Fundación Canaria Mapfre Guanarteme, 2010.

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