EL AROMA DE LA FAVORITA
A principios del mes de octubre de 1908, se aceleraban los preparativos para la
inauguración del nuevo local de la pastelería La Favorita en pleno centro de Madrid.
Unos años antes, la tienda era confitería, pastelería y vendía conservas, vino, licores,
fiambres y pollos asados a cuatro pesetas. Había un poco de todo, el género era
excelente. Despachaba paquetes de café tostado Las tres coronas con instrucciones
para prepararlo y, tal era el éxito del establecimiento, que su propietario, Honorato del
Río Bengoechea, decidió ampliarlo y darle un toque más chic.
Y llegó el gran día de la apertura del salón buffet al público, el 10 de octubre,
festividad de San Daniel. Tenía acceso por el portal del número 2 de Caballero de
Gracia, haciendo esquina con Montera. Un gentío se agolpaba en las ventanas
queriendo entrever la decoración más allá de los vidrios. Había sido diseñado por los
pintores Daniel Perea Rojas y Demetrio López Vargas, un ilustrador tan popular que
la gente le aplaudía por la calle como a un torero. Crecía la expectación por ver los
dibujos de Demetrio y desvelar las intenciones ocultas de sus creaciones. Por fin era
la hora de entrar. Et Voilà! El viejo taller de repostería se había convertido en un café
parisino, con un elegante mobiliario, mesas de mármol italiano y cantoneras
biseladas, lámparas de bronce, un mostrador de madera tallada y una máquina
registradora. En cuanto a las pinturas, destacaban las estampas de parejas paseando
del brazo por la ciudad. Las paredes y los techos se adornaban con molduras oscuras
para realzar los frescos. Unos grandes espejos ayudaban a jugar con la perspectiva,
ganando en profundidad y amplitud. Los clientes, impresionados por el lujo del
negocio, se preguntaban si en adelante se serviría al mismo precio que antes.
El salón se puso tan de moda que la Condesa de Requena organizaría sus tertulias
en los altos de la pastelería. Más conocida como Gloria Laguna, era hija de la
Marquesa de La Laguna, gran amiga de Dª Emilia Pardo Bazán. Sus familias se
conocían de toda la vida y solían pasar temporadas en su Pazo de Galicia. Cuando la
escritora llegó a la capital tras separarse de su marido, la marquesa la introdujo en los
círculos de la alta sociedad madrileña. De ahí que Gloria aprendiera desde niña a ser
un espíritu libre y, en 1906, de la mano de Dª Emilia, entrara a ser la séptima mujer
socia del Ateneo de Madrid. Por suerte para ambas, La Favorita también repartía
placeres a domicilio.
Aquella mañana, mientras su sirvienta la peinaba, la Condesa de Requena, se
confesó en voz alta.
—Quiero irme de Madrid—dijo Gloria.
—Supongo que lo dice por los comentarios insidiosos del periódico— replicó la
criada, fingiendo desdén.
—Lo digo porque no soporto el sarcasmo de los que me rodean, prefiero lidiar
toros bravos, de frente —prosiguió después de terminarse el café—. Sabes muy bien
que tengo ganas de dejarlo todo atrás. Cuántas veces te he dicho que prepares las
maletas para irnos al Palacete del Malecón. En La Albatalia nadie me maltrata como
este poblacho manchego. Ahora les ha dado por decir que fumo como un chulo del
Rastro.
—Déjelo, señora condesa, ya sabe cómo son, le tienen mucha envidia.
—La verdad es que mi divorcio me ha costado mucho desprecio. Mira que lo dejé
clarito hace cuatro años en la entrevista que me hicieron en Niza. Me casé porque no
sabía qué hacer. Y también para que mi novio me dejara en paz. Mi esposo, el
Marqués de Taracena, me quería. Yo… ¿Yo qué sé? Yo no sé nada… Solo sé que fui
a la iglesia. Me casé… Pero mi alma nunca ha comprendido la obligación de las
cadenas. Nos separamos.
Había sin duda una sombra de dolor en sus palabras, quizá el último chiste sobre
ella era tan insultante que le había revuelto las tripas. Puro veneno. Sus privilegios
como aristócrata y poseedora de una gran fortuna le permitían oponerse a los
convencionalismos y actuar a sus anchas, pero no era de hierro. Aparentaba que los
chascarrillos le importaban un comino y, aunque a veces se divertía dando de qué
hablar, también sufría el fracaso y la decepción. Ella se negaba a convertirse al
catecismo del ángel del hogar. Siempre le gustaron las mujeres.
Ciertamente, antes de casarse, la muchedumbre la vitoreaba por doquier. En 1903
había conseguido tumbar la ley que prohibía a las mujeres llevar sombreros en las
butacas de los teatros porque dificultaban la visibilidad de los espectadores. Era una
feminista en toda regla y parecía que había claudicado al concertar un matrimonio de
conveniencia, pero no fue así. En realidad, no era consciente de cómo había llegado
al altar. La pareja se separó al mes del enlace. Entonces fue el blanco de las iras más
moralistas. A partir de ese momento, se agravó su rebeldía y empezó a ser conocida
por sus escándalos nocturnos en compañía de su pariente Antonio de Hoyos y Vinent,
Pepito Zamora y sus amigos de juergas. La prensa más conservadora la demonizaba.
Las crónicas la describían como una mujer morena, menuda, pizpireta, con aire y voz
varoniles, desenvuelta e ingeniosa. Un sector del público la seguía como a una
estrella, la admiraba porque hacía lo que le daba la gana. Un día organizaba una fiesta
de disfraces, otro se iba a los toros, al hipódromo, a los clubes de tiro, jugaba al
tresillo, al tenis, conducía su coche… Seguía las últimas tendencias de la moda más
extravagante, hasta tal punto que la imitaban en su forma vestir y de moverse. Sus
gestos eran símbolos de vanguardia y muchas mujeres se saludaban como ella lo
hacía, moviendo los dedos de la mano como si rascaran una aldaba. Actuaba con el
mismo desparpajo que un hombre, fuera de orden.
Había espacios que
tradicionalmente les estaban vedados a las mujeres. Sin embargo, Gloria, ajena al
juicio social, vivía abiertamente su homosexualidad. Tuvo muchos idilios. Lo sabía
todo Madrid. Amante del cuplé y las variedades, se recorría los teatros y saraos,
donde compartía veladas con amigas y amantes. Divas como La Fornarina, Olympia
D’Avigny, la tiple de opereta Emérita Esparza, la actriz María Guerrero o la bailarina
Carmen Tórtola Valencia, fueron entrando en su círculo de afectos. Por aquel
entonces, la condesa bebía los vientos por Consuelo Vello, que se le había metido
hasta las trancas desde que la vio actuar en salones para hombres. Ella solita entre un
público masculino la aplaudía a rabiar con su mímica característica.
De todo eso y mucho más se habló en aquel Madrid de La Belle Époque, donde
crecía una bohemia de locos soñadores en las noches de tertulias. Por eso, a Gloria
Laguna le venía de perlas tener cerca un obrador artesanal en los entresuelos del
edificio. Era muy cómodo encargar unas bandejas para los invitados a sus reuniones,
que se prolongarían hasta altas horas de la madrugada. Un aroma de bizcochos y
hojaldres recién horneados invitaba al desayuno en La Favorita, ascendiendo por el
patio hacia un cielo azul.
Teresa Iturriaga Osa
"Madrid Histórico"
Antología de relatos. M.A.R. EDITOR. VV.AA .2025
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