LA ESPIRAL DE GERMAINE
Teresa Iturriaga Osa
La mente humana
siempre avanza,
pero lo hace en espirales.
(Mme. de Staël)
Al
despertar, Madame de Staël escuchó la lluvia en los ventanales de
su dormitorio. Creyó que el duermevela la había engañado y que aún
se encontraba en Suiza. Se detuvo por un momento a contemplar las
copas de los árboles a lo lejos con sus ramas deshojadas al viento
frío de la mañana. Las emociones desdoblaban su interior. Y
entonces lo vio claro, muy claro. Aquellos últimos meses en su
castillo de Coppet, le habían confirmado dónde desbordar un corazón
enfermo de melancolía. París sería su último destino, allí
pintaría con delicadeza los trazos de su crepúsculo.
A
principios de 1817, la ciudad ardía en sus pasiones a la espera de
los primeros brotes de primavera. Hacía más de un año que habían
derrotado definitivamente a Napoleón poniendo grilletes sobre sus
pies para recluirlo en la lejana prisión de Santa Elena. La baronesa
regresaba a la ciudad de la luz tras diez años de destierro con la
ilusión de reabrir su famoso salón literario y recuperar el tiempo
de las rosas, la antigua vida intelectual parisina que tanto añoraba
en Ginebra. El emperador desaparecía del horizonte y con él su
amenaza de muerte. Ahora volvería a ser Germaine Necker, la joven
inteligente y llena de vitalidad que siempre fue, incluso en los
momentos más difíciles de la noche humana.
–Buenos
días, madre. París nos recibe con lágrimas de gozo. Tal vez te
apetezca pasear por Les Champs Elysées-la dulce voz de su hijo
Auguste-Louis la tranquilizó.
–Nunca
me iré de París–dijo
Mme.
de Staël con tono grave apretando la mano de su hijo. Ven,
acércate. Solo tu sonrisa me mantiene.
–Lo
sé–replicó
Auguste–.
No abandonarás esta casa mientras vivas. Te doy mi palabra.
–Hijo...
nada podría hacerme más feliz.
Aquella tarde
era la fiesta de inauguración de su salón en París y Mme. de Staël
recordaba los gloriosos tiempos de la Rue du Bac antes de su exilio,
así como su último verano y otoño en Coppet, cuando consiguió
reunir a más de seiscientas personas en su mansión, al borde del
Lago Lemán. Los
carruajes llegaban sin cesar al château
atravesando
el arco de entrada hasta un patio central de muros esculpidos con
motivos mitológicos. Su
fachada
blanca, los amplios ventanales, las torres cubiertas de pizarra con
originales pináculos, buhardillas y chimeneas, le conferían un aire
de orgullo y nobleza. La antigua
casona solariega estaba
rodeada de bosques y de un jardín donde descansaban los pájaros
entre sus ramos de lilas, tilos y abetos. Los rosales salpicaban el
camino de entrada al castillo que protegía sus pabellones de los
rayos del sol bajo un manto de hiedra. Un escenario en el que solo se
oía el murmullo de un riachuelo. Y ahora, por fin de regreso, la
flor y nata de París esperaba con máxima curiosidad la reapertura
del salón que
había sido uno de los
centros literarios
y políticos más influyentes de Europa. El nuevo salón de Mme. de
Staël estaba en el centro de la capital francesa. Su sobrio
exterior arquitectónico de corte clásico exento de tracería
escondía un espacio interior diseñado con suntuosidad, pero con
gusto exquisito. Blancos y negros en muebles, cortinas de tafetán
color burdeos, molduras, lámparas, estatuas, porcelanas y
cristalería fina se mezclaban con detalles enmarcados en paredes de
tonos dorados y revestidas de papel chino. En
medio del festejo había ordenanzas, lacayos y sirvientes que
atendían a los señores; la cocina bullía en una efervescencia de
manjares que iban sirviéndose junto al vino y al champagne
mientras
la gente conversaba.
Madame de Staël
deslumbraba al saludar a las personalidades invitadas. Su porte era
imponente
y sus gestos más peligrosos que mil palabras. La belleza de una
mujer de cincuenta años con todas sus consecuencias. Su exterior y
su interior vibrando en las cuerdas de un mismo violín. Llevaba un
elegante vestido de seda color púrpura con un escote que causaba la
admiración a su paso. El tocado a modo de turbante con plumas de
aves del paraíso exhibía su increíble fantasía. Nada parecía
sorprenderle salvo la belleza del alma hasta que advirtió la
presencia de un oficial que acompañaba a un viejo general amigo de
la familia. Entonces, se le acercó, bajó la mirada ante él y,
según el protocolo, extendió discretamente su mano con la intención
de recibir los respetos propios de su categoría. El joven permanecía
absorto. Aquel guante de encaje malva con aroma de rosas turcas le
transportó al séptimo cielo. No podía creer que la dama, un enigma
viviente para su corta experiencia de amante, pudiera haberse fijado
en él. Sus esperanzas le llevaban casi a perder la compostura. La
forma que tenía la baronesa de taladrarle los ojos con un simple
pestañeo anunciaba los placeres del amor a un buen observador. Su
luz tenía el poder del infinito... un misterio devorador inscrito en
su pose. Se sentía bajo el influjo de un hechizo.
-Señora–dijo
ofreciéndole la mano–,
¿me concedería el honor de este baile?
-Caballero–
contestó
la baronesa con una voz tenue de fría dignidad, disimulando un
vahído por dentro–,
será un placer.
-El
placer es todo mío–
afirmó el
galán con altivez.
-No
conozco los nuevos ritmos de París, pero confío en que usted sepa
mostrármelos–añadió
ella no
sin cierta desconfianza, sabiendo que algunos hombres no cambian, tan
solo se disfrazan.
Bailaron toda
la noche, convirtiendo el ritmo de la conversación en arte, mientras
miles de cerebros se agitaban bajo su piel. Eran la comidilla del
salón, pero ellos estaban ausentes, en otra dimensión donde nadie
podía alterar su estado de gracia. Germaine sabía que la libertad
era la única vía posible para obtener la felicidad. No podía dejar
pasar el amor, la historia completa que llenaba de sentido la vida de
una mujer. A diferencia del hombre, que lo consideraba como un mero
episodio. El
amor, símbolo de eternidad, barría el sentido del tiempo, hacía
olvidar los fracasos, las dudas y los miedos del futuro.
Un
tiempo después,
la
baronesa recibió los libros de la biblioteca de Coppet en su nuevo
domicilio de la Rue Royale. Llegaban con
mucho retraso desde su salida de Ginebra en arcones cubiertos con
sacos y mantas. De manera que, en un tranquilo atardecer del mes de
abril,
la baronesa de Staël-Holstein se dispuso a ordenar su tesoro
literario con plenitud, envuelta en los gozos del alma. Empezó por
los que le habían regalado a la edad de diez años, en compañía de
sus padres, al presentarla como una niña prodigio en el salón
literario de su casa, donde se reunía la élite de los pensadores
ilustrados, artistas y músicos, desde Diderot,
D'Alembert,
Buffon, Chamfort a Grimm.
En aquella época, su madre organizaba
muchas fiestas, gracias al poder y la fama de su marido, el
financiero suizo Jacques Necker, entonces director del tesoro real y
de las finanzas de Luis XV.
Germaine se tomó su tiempo para revisar que no faltara ninguno, en particular, aquellos por los que había sido acusada de provocar la desobediencia de las mujeres a sus maridos y a los sistemas de control de la República Napoleónica. Diez largos años de destierro a causa de sus ideas de libertad, tolerancia y emancipación contra el discurso imperante masculino. Ahora volvían a tierra francesa sus ensayos malditos. Y también su novela Delphine, editada por toda Europa, en la que defendía el divorcio y la libertad de elección sentimental sobre los convencionalismos sociales y religiosos, el derecho de la mujer a vivir con independencia alzando su voz en la tribuna. Todo ese esfuerzo le costó el castigo de una mala reputación, al ser tratada como un monstruo de la naturaleza, mesalina, hermafrodita, aristócrata sospechosa y, sobre todo, enemiga de Napoleón, que le prohibió acercarse a París, arrojándola al exilio. Si bien es cierto que él la admiraba en silencio por su mente brillante y díscola, aunque fuera mujer. Pues como ella misma afirmó un día, al irrumpir en la habitación del Gran Corso mientras estaba en la bañera: el genio no tiene sexo.
Germaine se tomó su tiempo para revisar que no faltara ninguno, en particular, aquellos por los que había sido acusada de provocar la desobediencia de las mujeres a sus maridos y a los sistemas de control de la República Napoleónica. Diez largos años de destierro a causa de sus ideas de libertad, tolerancia y emancipación contra el discurso imperante masculino. Ahora volvían a tierra francesa sus ensayos malditos. Y también su novela Delphine, editada por toda Europa, en la que defendía el divorcio y la libertad de elección sentimental sobre los convencionalismos sociales y religiosos, el derecho de la mujer a vivir con independencia alzando su voz en la tribuna. Todo ese esfuerzo le costó el castigo de una mala reputación, al ser tratada como un monstruo de la naturaleza, mesalina, hermafrodita, aristócrata sospechosa y, sobre todo, enemiga de Napoleón, que le prohibió acercarse a París, arrojándola al exilio. Si bien es cierto que él la admiraba en silencio por su mente brillante y díscola, aunque fuera mujer. Pues como ella misma afirmó un día, al irrumpir en la habitación del Gran Corso mientras estaba en la bañera: el genio no tiene sexo.
-Vayan llevando
los baúles del vestíbulo al salón de los espejos-ordenó la
baronesa a sus sirvientes a la vez que observaba una colección de
bellas ilustraciones de perros, a los que adoraba por su lealtad.
Las criadas empezaron a desplegar trapos y plumeros para limpiar el polvo de los cofres, colocando los libros sobre la mesa. Germaine los iba abriendo uno a uno, rememorando los momentos en que conoció a grandes autores que le dedicaron las páginas de su interior. Goethe, Tayllerand, Chateaubriand, Werner, Schlegel, Humboldt, Schiller, Lord Byron, Müller, Matthisson, Sismondi, Monti, Leopardi, Chamisso, Benzoni... y un largo etcétera. Entonces, apareció su hija Albertine y se dispuso a ayudarla cuando ella la detuvo.
Las criadas empezaron a desplegar trapos y plumeros para limpiar el polvo de los cofres, colocando los libros sobre la mesa. Germaine los iba abriendo uno a uno, rememorando los momentos en que conoció a grandes autores que le dedicaron las páginas de su interior. Goethe, Tayllerand, Chateaubriand, Werner, Schlegel, Humboldt, Schiller, Lord Byron, Müller, Matthisson, Sismondi, Monti, Leopardi, Chamisso, Benzoni... y un largo etcétera. Entonces, apareció su hija Albertine y se dispuso a ayudarla cuando ella la detuvo.
-Déjame disfrutar
a mí sola de este momento de intimidad—le sostuvo la mirada con
dulzura mientras acariciaba la cubierta de cuero de Wilhelm
Meister,
la gran novela de
Goethe que le sirvió de guía en sus viajes.
-Como quieras, yo
solo intentaba ayudarte. Se te ilumina la cara cuando estás rodeada
de libros, madre-añadió sonriendo aquella veinteañera de bucles
pelirrojos que un año antes había contraído matrimonio con el
duque de Broglie en Pisa, a pesar de ser fruto del amor ilegítimo de
la baronesa con Benjamin Constant, su eterno delirio.
-Bien me conoces,
hija mía -afirmó entornando los ojos como una vidente, presintiendo
su fatal desenlace, que ocurriría el 14 de julio, unos meses más
tarde, el mismo día del aniversario de la Toma de la Bastilla.
-Te veo un poco
pálida... ¿te encuentras bien? Ese insomnio te está matando...- le
interrumpió la joven.
-Me siento un poco
indispuesta. Me agotan las recepciones, bailes, tés, cenas de gala,
funciones de ópera, teatro, tertulias... pero no te preocupes-le
dijo a su hija, que la miraba con preocupación.
-Quizás
ese joven tan apuesto del que no te separas haya sobresaltado tu
corazón...-su tono cómplice junto a una sonrisa dibujó una
expresión de felicidad en Albertine a la espera de la respuesta de
su madre.
-Quizás,
quizás...-y rieron las dos.
Al atardecer, Germaine se quedó sola con sus recuerdos en la alcoba y se estremeció como un papel de seda al pasar debajo del paraíso. Todos la rodeaban, pero nadie se cobijaba en su sombra florecida, abanico de mujer fatal. Ahora era dueña de su porvenir. Libre con la vida, con la muerte, con la resurrección de sus miembros, cada mañana de silencio azul. La adversidad y el desprecio le habían enseñado a sentarse a la sombra de sí misma y, en esa soledad abierta por su mitad, solía hablar despacio con la arena rastrillada del sendero, tan descuidada por los años de exilio.
-Rouge, ardent, tendre… vient et souffle sur mon feu sacré...
Fueron
las
palabras que pronunció sin avidez al abrir las páginas de su amada
novela Corinne
o Italia, antes
de tomar su dosis diaria de opio y láudano, recostando la cabeza
sobre el diván de su ensoñación.
***
Antología "Mujeres en la Historia (3) / La Ilustración", M.A.R. Editor, 2016.
Teresa
Iturriaga Osa
Doctora
en Traducción e Interpretación por la ULPGC (Canarias, España).
Trabaja en periodismo cultural, sociología, radio, poesía, ensayo,
relato, traducción. Libros publicados: Mi
Playa de las Canteras, Juego astral, Yedra en vuelo, Revuelto de
isleñas, Desvelos, Sobre el andén. Gata en tránsito,
Campos
Elíseos y En la ciudad sin puertas.
Se incluye en las antologías: Orillas
Ajenas, Hilvanes, Fricciones, Que suenen las olas, Ecos II, Doble o
nada, Espirales Poéticas, Madrid en los Poetas Canarios, París y
Mujeres en la
Historia
I-II-III.
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