miércoles, 13 de enero de 2016


LA ESPIRAL DE GERMAINE

Teresa Iturriaga Osa


 
La mente humana siempre avanza,
pero lo hace en espirales.
(Mme. de Staël)
 
         Al despertar, Madame de Staël escuchó la lluvia en los ventanales de su dormitorio. Creyó que el duermevela la había engañado y que aún se encontraba en Suiza. Se detuvo por un momento a contemplar las copas de los árboles a lo lejos con sus ramas deshojadas al viento frío de la mañana. Las emociones desdoblaban su interior. Y entonces lo vio claro, muy claro. Aquellos últimos meses en su castillo de Coppet, le habían confirmado dónde desbordar un corazón enfermo de melancolía. París sería su último destino, allí pintaría con delicadeza los trazos de su crepúsculo.
         A principios de 1817, la ciudad ardía en sus pasiones a la espera de los primeros brotes de primavera. Hacía más de un año que habían derrotado definitivamente a Napoleón poniendo grilletes sobre sus pies para recluirlo en la lejana prisión de Santa Elena. La baronesa regresaba a la ciudad de la luz tras diez años de destierro con la ilusión de reabrir su famoso salón literario y recuperar el tiempo de las rosas, la antigua vida intelectual parisina que tanto añoraba en Ginebra. El emperador desaparecía del horizonte y con él su amenaza de muerte. Ahora volvería a ser Germaine Necker, la joven inteligente y llena de vitalidad que siempre fue, incluso en los momentos más difíciles de la noche humana.
Buenos días, madre. París nos recibe con lágrimas de gozo. Tal vez te apetezca pasear por Les Champs Elysées-la dulce voz de su hijo Auguste-Louis la tranquilizó.
Nunca me iré de Parísdijo Mme. de Staël con tono grave apretando la mano de su hijo. Ven, acércate. Solo tu sonrisa me mantiene.
Lo séreplicó Auguste. No abandonarás esta casa mientras vivas. Te doy mi palabra.
Hijo... nada podría hacerme más feliz.
          Aquella tarde era la fiesta de inauguración de su salón en París y Mme. de Staël recordaba los gloriosos tiempos de la Rue du Bac antes de su exilio, así como su último verano y otoño en Coppet, cuando consiguió reunir a más de seiscientas personas en su mansión, al borde del Lago Lemán. Los carruajes llegaban sin cesar al château atravesando el arco de entrada hasta un patio central de muros esculpidos con motivos mitológicos. Su fachada blanca, los amplios ventanales, las torres cubiertas de pizarra con originales pináculos, buhardillas y chimeneas, le conferían un aire de orgullo y nobleza. La antigua casona solariega estaba rodeada de bosques y de un jardín donde descansaban los pájaros entre sus ramos de lilas, tilos y abetos. Los rosales salpicaban el camino de entrada al castillo que protegía sus pabellones de los rayos del sol bajo un manto de hiedra. Un escenario en el que solo se oía el murmullo de un riachuelo. Y ahora, por fin de regreso, la flor y nata de París esperaba con máxima curiosidad la reapertura del salón que había sido uno de los centros literarios y políticos más influyentes de Europa. El nuevo salón de Mme. de Staël estaba en el centro de la capital francesa. Su sobrio exterior arquitectónico de corte clásico exento de tracería escondía un espacio interior diseñado con suntuosidad, pero con gusto exquisito. Blancos y negros en muebles, cortinas de tafetán color burdeos, molduras, lámparas, estatuas, porcelanas y cristalería fina se mezclaban con detalles enmarcados en paredes de tonos dorados y revestidas de papel chino. En medio del festejo había ordenanzas, lacayos y sirvientes que atendían a los señores; la cocina bullía en una efervescencia de manjares que iban sirviéndose junto al vino y al champagne mientras la gente conversaba.
 
          Madame de Staël deslumbraba al saludar a las personalidades invitadas. Su porte era imponente y sus gestos más peligrosos que mil palabras. La belleza de una mujer de cincuenta años con todas sus consecuencias. Su exterior y su interior vibrando en las cuerdas de un mismo violín. Llevaba un elegante vestido de seda color púrpura con un escote que causaba la admiración a su paso. El tocado a modo de turbante con plumas de aves del paraíso exhibía su increíble fantasía. Nada parecía sorprenderle salvo la belleza del alma hasta que advirtió la presencia de un oficial que acompañaba a un viejo general amigo de la familia. Entonces, se le acercó, bajó la mirada ante él y, según el protocolo, extendió discretamente su mano con la intención de recibir los respetos propios de su categoría. El joven permanecía absorto. Aquel guante de encaje malva con aroma de rosas turcas le transportó al séptimo cielo. No podía creer que la dama, un enigma viviente para su corta experiencia de amante, pudiera haberse fijado en él. Sus esperanzas le llevaban casi a perder la compostura. La forma que tenía la baronesa de taladrarle los ojos con un simple pestañeo anunciaba los placeres del amor a un buen observador. Su luz tenía el poder del infinito... un misterio devorador inscrito en su pose. Se sentía bajo el influjo de un hechizo.
 
-Señoradijo ofreciéndole la mano, ¿me concedería el honor de este baile?
-Caballero– contestó la baronesa con una voz tenue de fría dignidad, disimulando un vahído por dentro, será un placer.
-El placer es todo mío afirmó el galán con altivez.
-No conozco los nuevos ritmos de París, pero confío en que usted sepa mostrármelos–añadió ella no sin cierta desconfianza, sabiendo que algunos hombres no cambian, tan solo se disfrazan.
 
         Bailaron toda la noche, convirtiendo el ritmo de la conversación en arte, mientras miles de cerebros se agitaban bajo su piel. Eran la comidilla del salón, pero ellos estaban ausentes, en otra dimensión donde nadie podía alterar su estado de gracia. Germaine sabía que la libertad era la única vía posible para obtener la felicidad. No podía dejar pasar el amor, la historia completa que llenaba de sentido la vida de una mujer. A diferencia del hombre, que lo consideraba como un mero episodio. El amor, símbolo de eternidad, barría el sentido del tiempo, hacía olvidar los fracasos, las dudas y los miedos del futuro.

         Un tiempo después, la baronesa recibió los libros de la biblioteca de Coppet en su nuevo domicilio de la Rue Royale. Llegaban con mucho retraso desde su salida de Ginebra en arcones cubiertos con sacos y mantas. De manera que, en un tranquilo atardecer del mes de abril, la baronesa de Staël-Holstein se dispuso a ordenar su tesoro literario con plenitud, envuelta en los gozos del alma. Empezó por los que le habían regalado a la edad de diez años, en compañía de sus padres, al presentarla como una niña prodigio en el salón literario de su casa, donde se reunía la élite de los pensadores ilustrados, artistas y músicos, desde Diderot, D'Alembert, Buffon, Chamfort a Grimm. En aquella época, su madre organizaba muchas fiestas, gracias al poder y la fama de su marido, el financiero suizo Jacques Necker, entonces director del tesoro real y de las finanzas de Luis XV.

        Germaine se tomó su tiempo para revisar que no faltara ninguno, en particular, aquellos por los que había sido acusada de provocar la desobediencia de las mujeres a sus maridos y a los sistemas de control de la República Napoleónica. Diez largos años de destierro a causa de sus ideas de libertad, tolerancia y emancipación contra el discurso imperante masculino. Ahora volvían a tierra francesa sus ensayos malditos. Y también su novela Delphine, editada por toda Europa, en la que defendía el divorcio y la libertad de elección sentimental sobre los convencionalismos sociales y religiosos, el derecho de la mujer a vivir con independencia alzando su voz en la tribuna. Todo ese esfuerzo le costó el castigo de una mala reputación, al ser tratada como un monstruo de la naturaleza, mesalina, hermafrodita, aristócrata sospechosa y, sobre todo, enemiga de Napoleón, que le prohibió acercarse a París, arrojándola al exilio. Si bien es cierto que él la admiraba en silencio por su mente brillante y díscola, aunque fuera mujer. Pues como ella misma afirmó un día, al irrumpir en la habitación del Gran Corso mientras estaba en la bañera: el genio no tiene sexo.
-Vayan llevando los baúles del vestíbulo al salón de los espejos-ordenó la baronesa a sus sirvientes a la vez que observaba una colección de bellas ilustraciones de perros, a los que adoraba por su lealtad.

         Las criadas empezaron a desplegar trapos y plumeros para limpiar el polvo de los cofres, colocando los libros sobre la mesa. Germaine los iba abriendo uno a uno, rememorando los momentos en que conoció a grandes autores que le dedicaron las páginas de su interior. Goethe, Tayllerand, Chateaubriand, Werner, Schlegel, Humboldt, Schiller, Lord Byron, Müller, Matthisson, Sismondi, Monti, Leopardi, Chamisso, Benzoni... y un largo etcétera. Entonces, apareció su hija Albertine y se dispuso a ayudarla cuando ella la detuvo.
 
-Déjame disfrutar a mí sola de este momento de intimidad—le sostuvo la mirada con dulzura mientras acariciaba la cubierta de cuero de Wilhelm Meister, la gran novela de Goethe que le sirvió de guía en sus viajes.
-Como quieras, yo solo intentaba ayudarte. Se te ilumina la cara cuando estás rodeada de libros, madre-añadió sonriendo aquella veinteañera de bucles pelirrojos que un año antes había contraído matrimonio con el duque de Broglie en Pisa, a pesar de ser fruto del amor ilegítimo de la baronesa con Benjamin Constant, su eterno delirio.
-Bien me conoces, hija mía -afirmó entornando los ojos como una vidente, presintiendo su fatal desenlace, que ocurriría el 14 de julio, unos meses más tarde, el mismo día del aniversario de la Toma de la Bastilla.
-Te veo un poco pálida... ¿te encuentras bien? Ese insomnio te está matando...- le interrumpió la joven.
-Me siento un poco indispuesta. Me agotan las recepciones, bailes, tés, cenas de gala, funciones de ópera, teatro, tertulias... pero no te preocupes-le dijo a su hija, que la miraba con preocupación.
-Quizás ese joven tan apuesto del que no te separas haya sobresaltado tu corazón...-su tono cómplice junto a una sonrisa dibujó una expresión de felicidad en Albertine a la espera de la respuesta de su madre.
-Quizás, quizás...-y rieron las dos.

          Al atardecer, Germaine se quedó sola con sus recuerdos en la alcoba y se estremeció como un papel de seda al pasar debajo del paraíso. Todos la rodeaban, pero nadie se cobijaba en su sombra florecida, abanico de mujer fatal. Ahora era dueña de su porvenir. Libre con la vida, con la muerte, con la resurrección de sus miembros, cada mañana de silencio azul. La adversidad y el desprecio le habían enseñado a sentarse a la sombra de sí misma y, en esa soledad abierta por su mitad, solía hablar despacio con la arena rastrillada del sendero, tan descuidada por los años de exilio.

-Rouge, ardent, tendre… vient et souffle sur mon feu sacré...         

 
          Fueron las palabras que pronunció sin avidez al abrir las páginas de su amada novela Corinne o Italia, antes de tomar su dosis diaria de opio y láudano, recostando la cabeza sobre el diván de su ensoñación.

                                                ***      
 
 
Antología "Mujeres en la Historia (3) / La Ilustración", M.A.R. Editor, 2016.   



Teresa Iturriaga Osa
Doctora en Traducción e Interpretación por la ULPGC (Canarias, España). Trabaja en periodismo cultural, sociología, radio, poesía, ensayo, relato, traducción. Libros publicados: Mi Playa de las Canteras, Juego astral, Yedra en vuelo, Revuelto de isleñas, Desvelos, Sobre el andén. Gata en tránsito, Campos Elíseos y En la ciudad sin puertas. Se incluye en las antologías: Orillas Ajenas, Hilvanes, Fricciones, Que suenen las olas, Ecos II, Doble o nada, Espirales Poéticas, Madrid en los Poetas Canarios, París y Mujeres en la Historia I-II-III.

No hay comentarios:

Publicar un comentario