SIN INGREDIENTES ARTIFICIALES
Teresa Iturriaga Osa
Nunca se había pintado tanto como el día en que sus vidas se
cruzaron. Quizá por eso Mikel se fijó en ella, quién sabe… Lo cierto es que
Lourdes se había pasado tres pueblos con el maquillaje de ojos, pero gracias a
la intensidad del color desproporcionado e injusto con la belleza de sus
facciones, a esa ingente información que percibió en un simple vistazo, él se le
acercó en medio del caos de la estación de autobuses de Donostia.
- Oye, perdona… ¿me puedes decir qué hora es? -dijo el muchacho-. ¿Tú sabes cuál es el bus de Bilbao?
- Las diez menos cuarto… bueno, es que lo llevo un poco adelantado... Aquí para el que va directo por autopista. ¿Vas con Pesa o con Alsa? –Lourdes ya se había equivocado alguna vez con las oficinas que están casi pegadas una calle más allá y por eso puntualizaba el nombre de la compañía.
- Sí, sí, el directo. En el billete está escrito que es el número uno de Pesa. Lo saqué ayer. Supongo que llegará pronto, ¿no?
- Eso espero, porque me estoy calando y la maleta... ni te cuento. Siempre lo mismo en esta estación cuando llueve… si a esto se le puede llamar “estación”.
- Ya… y me parece que tenemos para rato, no ha aparecido ni el chófer...
- Estará tomándose un café en el Astoria y vendrá a menos cinco… yo también voy a Bilbao… a ver a mi amama por su cumpleaños.
- ¿Nadie te ha dicho que te pareces un montón a Catherine Zeta-Jones? –saltó de repente el joven como deslumbrado ante una estrella recién nacida.
- Sí, bueno… me lo dice siempre mi tía Rosa, pero pensaba que eran cosas de ella, exageraciones –Lourdes no sabía qué decir e intentaba disimular el nerviosismo que le había producido el piropazo de su nuevo admirador.
- Pues tu tía tiene toda la razón... y con esa cara, no te hace falta tanto pote –Mikel se rió bajo el paraguas de Lourdes que ya compartían los dos sobre la acera. El suelo resbalaba al caminar, se agarraron uno al otro con tímida fuerza.
- Gracias, gracias... la verdad es que esta mañana he salido pitando de casa y… ni me había mirado al espejo –contestó ella alucinada, mientras se retocaba el maquillaje con estrés.
Subieron juntos como si
estuviera escrito. Algo tenía que suceder, algo tenía que cambiar el amargo
sabor del té y endulzarle los labios a Lourdes con una nueva emoción. La
primavera se sentía en la brisa, las cartas anunciaban que le iban a hacer un
regalo. Se lo había dicho la bruja de su madre mientras desayunaba en el balcón
de su piso en Amara, sobre el ruido de la Avenida Sancho el Sabio, oculta entre
los castaños de indias que tapaban la vista del edificio. Siempre le decía lo
mismo: que las personas tenían que dejarse llevar por los hilos del azar. De ese
modo ocurrían cosas inesperadas, brillantes, milagrosas. Y así fue. Lourdes y
Mikel se pasaron todo el viaje hablando y riendo. Entraron en una dimensión en
la que desapareció el entorno. Las paradas y los transeúntes frente al cristal
se convirtieron en hormigas diminutas y no repararon en que se habían equivocado
de autobús hasta que llegaron a Gijón. Allí disfrutaron del día en la playa, de
sidrería en sidrería. Al anochecer, alquilaron una habitación en una casa rural
y se dedicaron a mejorar la técnica del maquillaje, la ventana abierta, el
jardín, la cortina, la vela encendida, el canto de un gallo, la mesilla de noche
con aromas de Oriente, el olor del aire donde aprendieron a grabar el perfil de
sus ojos, la vida desvelada en el tronco de un manzano en flor.
Fotos/ María Del
Río
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