martes, 12 de junio de 2012

RELATO



INFUSIONES PARA UN CABALLERO

Dolores De la Fe







Le recetó con el desayuno, días alternos, un comprimido de “Nostalgín” acompañado de una infusión de hierba luisa. Y para el almuerzo, tras un nutritivo yantar, una taza de manzanilla.



Breve y mesurada tertulia en un café del barrio antiguo, con camareros de largo delantal blanco hasta los tobillos, servilleta al brazo izquierdo, manteniendo la bandeja redonda, de zinc, con parsimonia y seguridad.



Le recetó dos comprimidos más de lo mismo, antes de acostarse, a ser posible en dormitorio con cama de caoba y con ventana a patio interior, cortinas de terciopelo ajado y una lámpara de tulipa, amén del interruptor en forma de pera colgando de la cabecera de la cama. Una infusión de tila para propiciar el sueño reconfortante.



En las tres comidas principales, diez gotas de “Recuerdine” forte, aumentando ligeramente la dosis los domingos –de almuerzo más sólido- y fiestas de guardar, a ser posible evocándolas a éstas previamente con entronque en la infancia, para mentalizarse debidamente. La merienda daría lugar a una buena taza de té.



Aunque no perteneciera al ámbito médico, le recetó que se abstuviera de comprarse ropa en “grandes almacenes” de moderna envergadura arquitectónica-comercial, y procurara encontrar un sastre con cinta métrica colgada al cuello, calvicie incipiente y jaboncillo de sastre a plena vista, que para algo se llamará así. Sastre con taller en piso bajo, suelo de madera fregado con zotal, de vez en cuando, por la aprendiza más joven –si la hubiera o hubiese- y un runruneo o zumbido de oficialas cosiendo y cantando, afanosas, en un rincón, presididas por la silueta matronal –o patronal, según- de un maniquí con sugerencias descabezadas de arrogante figura masculina sólo hasta las caderas. De ahí para abajo, una columnilla semisalomónica terminada en tres patitas torneadas. Y que una vez hallado tal sastre, le encargara un terno azul marino –con chaleco, por supuesto, ya que la palabra terno presupone figura de tres, y a saber cuántas cosas más, que no hacen al caso –terno para las domínicas y demás festividades solemnes. Y otro terno de sufrido color gris oscuro o marrón, para los días laborables y, por tanto, más anodinos. Tejido sobrio, sin nada de británicas osadías de príncipes galeses, rayitas de diplomáticos cosmopolitas –¡y a saber si también pecaminosos!-, “ojos de perdiz” ni otros floripondios. Para el verano, austero terno de seda cruda –si disponía de la adecuada solvencia económica para tal dispendio- o, en su defecto, un fresco “milrayas” oscuro y discreto, sin olvidar en este caso concreto, antes de llevar la tela al sastre, ponerla de remojo, en la bañera, durante cuarenta y ocho horas, cuidadosamente extendida y sin dobleces, para que luego no se encogiera. Vedado terminantemente el uso de cremalleras.



Le recetó que nada de duchas, sino un buen baño semanal, agua templada, en la anticuada bañera con patas, sin cortinillas de plástico. Absolutamente prohibido el empleo de gel, ni jabones líquidos de cualquier naturaleza; alguna pastilla de jabón de honesta marca semiolvidada o, en su defecto, el “lagarto” de la cocina. Y para el afeitado, nada de “aftershaves” ni maquinilla eléctrica, ¡hasta ahí podíamos llegar! Una buena navaja barbera, previamente afilada en la tira de cuero durísimo y resistente, y una vasija de porcelana para mezclar el jabón. Que se afeitara vistiendo una camiseta de hueco –en verano- o de manga larga –en invierno-. Si sobreviviera alguna pieza recomendada por el inolvidable Doctor Rasurel, ¡ése, exactamente ése sería el modélico tipo de ropa interior adecuado para un auténtico caballero!



Como bien pudiera ocurrir el percance de producirse algún corte durante el afeitado, que se aplicara inmediatamente orobal en la heridita, repitiendo la aplicación si fuera menester.



Le encomendó, en consecuencia, confortable ropa interior de algodón, descartando definitivamente cualquier tipo de fibra sintética, por muy garantizada que viniera con etiquetas de extranjerismos, como “satinized” ni cosa que se le pareciera. Los calzoncillos, ya que era definitivamente inexistente la posibilidad de encontrar en el comercio los de felpa atados en el tobillo, habían de ser, como mínimo, que cubrieran honestamente las rodillas, por lo menos, y abrochados con las entrañables formillas de hueso, que así denominaban nuestras santas bisabuelas a tal tipo de botón.



En cuanto a camisas, le encareció las confeccionadas a mano, para lo cual tendría que desplazarse hasta los barrios más obsoletos de la ciudad, hasta dar con alguna camisera, que ya tendría pelo blanco y gafitas de montura plateada y cristales redonditos. Que desconfiara de esos onerosos comercios de calles céntricas, que en su osadía progresista llegaban a utilizar ciertos artefactos de uso diabólico, llamados ordenadores, para archivar indiscretamente los íntimos datos personales del cuerpo de un caballero.



Y sombrero. Sombrero en todas las estaciones del año. Un fieltro gris, británicamente correcto (que en esto, el inglés puede alcanzar el Summum), para acompañar el terno de diario. Y otro fieltro, de aún más marcado estilo inglés, negro o marengo, para los domingos y fiestas de guardar. Una vez afirmado el verano –nada de anticiparse a ningún cambio con las falsas promesas de una primavera cálida- un buen sombrero Panamá con cinta negra, puesto que hallar un auténtico “canotier” sería punto menos que imposible, a menos que alguien quisiera desprenderse de una reliquia de Chevalier. Tal vez la anciana madre de alguna madura ex-señorita “de conjunto” dispusiera de algún recuerdo de ese tipo… pero, no: sería más conveniente y mesurado no buscar esa clase de contactos sociales. El buen nombre de un caballero ha de primar sobre cualquier otra alternativa.



Sus menús para los almuerzos durante la canícula no tenían por qué atenerse a modernismos culinarios de impredecibles consecuencias. Proseguir, pues, con los nobles potajes de siempre, tomando de postre frutas de estación. O cualquier infusión de confianza.



Cambiando de tercio, le recomendó que hiciera la corte a alguna recatada señorita que frecuentara la Misa de Doce y, si fuera posible tan fausta coincidencia, habitara en un primer piso –o principal- de casa con balcón, siguiendo escrupulosamente los pasos contados, a saber:



a) Pasearle la calle diariamente, a una hora fija que no se interpusiera con los estrictos deberes de una hija de familia, o sea, ni a su hora de hacer escalas o valses en el piano familiar, modelo vertical con dos candelabros a ambos lados, sin usar las velas; ni a su hora de bordar primores sentada en sillita baja junto a su bondadosa y encanecida madre; ni a su hora de merendar delicados pastelitos caseros acompañados de humeante chocolate servido en taza de fina porcelana sostenida con la mano y el dedo meñique elegantemente envarado; ni, de más está decirlo, a la hora de sus abluciones matinales, con destrenzado y posterior trenzado de su abundante cabellera. Indicando como más conveniente el pre-atardecer, a su hora de suspirar con ojos entornados, mientras levantaba, discreta y femenina, el estor (bordado por ella) que velaba decentemente la puerta del balcón, adornado con plantas en macetas regadas por su propia mano blanca y pequeña, a ser posible; aunque un ligero colorcillo trigueño tampoco sería óbice que desdijera de su noble prosapia espiritual.



b) Tras esta primera y discreta fase de hacer la corte, pasar al primer gesto de indicación de sus fines, o declaración de intenciones: descubrirse caballerosamente al divisarla tras la cortina del balcón, levantando sin excesos groseros el sombrero de turno, bien fuera el fieltro o el Panamá, según fuera invierno o estío o canícula.



c) El sexto domingo después de realizar diariamente este gesto caballeresco, pasar a la osadía –perdonable- de seguirla hasta la Misa de Doce; y a la salida, bajándose de la acera, a su paso, volver a quitarse el sombrero. Con los ojos aparentemente bajos, eso sí, y cuidando de asegurarse de que se trataba de la persona adecuada. Un error de estrategia en estas circunstancias podría acarrear fatales consecuencias, incluso la rara bigamia de pretender, inconscientemente, a dos señoritas distintas.



d) Transcurridos unos pocos domingos así santificados con la asistencia al culto, esperar las inevitables señales por parte de la señorita hija de familia: una primera mirada fugaz, entre rubores, fingiéndose indignada –mas no ofendida- por tales osadías; una tregua semanal y, al domingo siguiente, siempre los ojos bajos, la señorita de buena familia dejará caer su pañuelito, bordadas por ella misma sus iniciales y orlado de finas puntillas patrimonio familiar. (Hubo épocas, no lejanas, en que se permitía que el caballero aspirante ofreciera el agua bendita, respetuosamente, a la señorita, al abandonar el templo; pero algunos venerables sacerdotes se mostraron poco propicios a tales extremos, así que esta práctica piadosa –dentro de lo que cabe- fue descartada de los pasos a seguir.)



e) Se llega así al momento de enterarse cómo se llamará la señorita, y de encontrar a persona respetable (lo idóneo sería un viejo y noble notario; pero en su defecto, también daría resultado, por ejemplo, la anciana viuda de un guerrero de prestigiosa foja de servicios, que hubiera estado en Filipinas o en la campaña de África, que lo introdujera en la casa con el debido respeto y respaldo respecto a la seriedad de sus intenciones y los honestos fines matrimoniales que justificarían tales manejos sociales y la intención de conducir al altar a la joven en cuestión.



Si toda esta rigurosa estrategia le produjera alteraciones en el apetito habitual, recurrir prudentemente a la tradicional dieta blanda: caldo de papas, plátanos escachados regados con limón, conserva de guayaba… alternando con infusiones diversas de manzanilla, poleo, llantén… evitando temporalmente la ingesta de tunos u otros obturadores.



Y tras todo lo expuesto y recetado, que se fuera al cuerno, por “carrozón” y por tratar de interferir negativamente en los modernos mecanismos acelerativos de una seguridad social eficiente que busca la actualización de la banda salarial y una estructuración válida de sus planteamientos en la problemática sanitaria de este país.



¡Eso!



***





Del libro REVUELTO DE ISLEÑAS


FUNDACIÓN CANARIA MAPFRE GUANARTEME, 2010.

 
© De los relatos: Dolores De la Fe y Teresa Iturriaga Osa
© De las ilustraciones y portada: Sira Ascanio


1 comentario:

  1. Es una escritura tan llena de sutil ironía que despierta en nosotros una gran sonrisa. Eso nos dejó Lola De la Fe, todo un ejemplo de templanza ante el dolor de la vida.

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