miércoles, 11 de enero de 2017


Ecce Homo
 
 
        Era un árbol de capa caída, mustio el hombro, en mueca de esfinge, un eccehomo trazado sin pena ni gloria, carne de augurio y arco partido. Pero una mañana llegó a la estación una
mujer de improviso, calzada elegante, se bajó del tren en pleno tránsito de vida, y sus ramas temblaron, se le cayeron los errores por la vía, qué nerviosismo, había abierto las cortinas... ¡Viento, andén y chispa!
 
 
         Pasó corriendo una niña con el pelo enhebrado de copas y el gran reloj derramó burbujas en los manteles mortecinos. Una tras otra, las yemas comenzaron a danzar, abrazaron sus rizos de savia y musgo... Reptaron dragones de tinta por su piel, dibujándole un cuerpo vegetal con mil riachuelos.
Y allí donde había sombra, rugió una boca de luz.
Ese día le crecieron tres tigres en las manos. Dentro de un gran nido de ave, ciegos, tan blancos como el olvido. Cada uno de ellos merodeó la figura femenina. El pequeño la atacó en los pies. Otro olfateó su cintura con un giro travieso. Y el último, el más distante, dio un salto mortal y se encaramó a su nuca como un ágil bombero.
Resbaló por la rampa del ombligo y ella lo escondió bajo su jungla. A ese lo están buscando sus hermanos, han mirado por todas partes, pero de ahí aún no ha salido.
 
Teresa Iturriaga Osa